565 gramos
500 no valían nada, pero esos sesenta y cinco gramos suponían la vida, o el límite entre reanimarle o no al nacer.
El parto se inició un día antes de las 24 semanas. Demasiado pronto.
Comenzó sin avisar, no hubo tiempo de nada, ni esperar en el hospital que los corticoides le maduraran los pulmones, aguanté el dolor, la incomodidad de estar inclinada cabeza abajo, la medicación, pero nada pudo parar el parto inminente.
Habíamos decidido llamarle Alberto, como su abuelo, pero al ser conscientes de la gravedad de nuestra situación pensamos en que necesitaría un nombre que le diera fuerza. Fue una amiga chilena la que nos lo dijo por primera vez, Nahuel, jaguar en mapuche. Y decidimos que ese sería su nombre.
Nahuel.
Supongo que en aquel momento nadie se atrevió a discutírnoslo, somos una pareja tradicional, seria, jamás nos habríamos planteado un nombre como ese. Nahuel. Mi dulce Nahuel.
Decidieron hacer una cesárea para evitar más riesgos, ya no quedaba tiempo.
24 +3.
Entré en el quirófano llorando, sabiendo que nos jugábamos todo a una carta, la de la suerte.
Le escuché, apenas un gorjeo detrás de la sabana verde. Y las prisas de todos. Las ruedas chirriando apresuradas, la puerta de vaivén, que aunque silenciosa movía el aire, plop, plop.
Nadie me lo puso para verle, no había tiempo.
Reanimación en un prematurísimo tan pequeño es un decir, porque era tan pequeño que cualquier acción terapéutica podía matarle.
Fueron claros desde el principio, en algunos países desarrollados como Bélgica y Holanda no se intenta nada antes de la semana 28.
565 gramos. Y sin embargo cuánta vida!!!
No pude verlo hasta pasados dos días.
Dos días con los brazos vacíos, escuchando a otros bebés en la planta de maternidad.
Jamás había sentido esa soledad.
Mordiente, dolorosa, la necesidad de sentirlo, de abrazarlo, ahogándome con aire, nadando sin agua. Vacío.
Dolor. El dolor mas grande que hubiese sentido nunca.
No, no el de no tenerle en brazos, ni el de añorarle, el dolor de pensarle sólo, en una incubadora, sin abrazos, sin besos, sin calor.
Despojado de su reino amniótico para sumergirse en el mas duro y frío desierto, el de la soledad.
Yo le necesitaba y sabía que su única necesidad era yo, dijesen lo que dijesen los médicos. Y me dolía.
Fueron sinceros, tiene muy pocas posibilidades, dijeron, apenas un 50%, fue el primero de muchos porcentajes.
Pero había nacido. Era, estaba.
En el límite de la viabilidad dijeron.
Viable, como el que habla de un proyecto. Iremos paso a paso, las decisiones irán de una en una. Hay que plantearse muchas cosas, tal vez una limitación terapéutica, sopesar las posibilidades de que lo consiga sin grandes secuelas...
Decidimos no pensar, sólo respirar a su lado.
Cuando había empezado a notarle ya no estaba dentro y lo siguiente fue un médico planteando abiertamente no reanimarle.
Tendréis que sopesar si merece la pena comenzar una carrera difícil de terminar...
No somos religiosos, creemos en el derecho de todo ser humano a una muerte digna, respetamos el aborto.
Pero decidimos luchar.
No importaba nada, ni las consecuencias, ni las secuelas, nuestro hijo era lo más importante que nos había ocurrido nunca y merecía todo el esfuerzo. Cómo tomar decisiones si ni siquiera le habíamos visto?
Nuestro primer contacto, a través de los cristales de su incubadora, como una urna, una piedra preciosa protegida.
Impactante, extraño. Ninguna madre debiera conocer así a su hijo.
La lejanía de 20 centímetros que son un mundo, que cortan y matan.
Aprendimos a utilizar un vocabulario extraterrestre, secuelas, ductus, retinopatía, displasia broncopulmonar, parálisis, paradas, apneas...
Tantas horas en el hospital, días, semanas, meses, decidimos que contaríamos su nacimiento desde el día en que saliera del hospital, que lo celebraríamos como su cumpleaños.
Cada gramo una fiesta, cada momento, cada pequeño paso.
Cada pérdida de peso, cada complicación, una piedra, contra la que tropezarnos, para levantarnos con mas valentía, pero a veces sin fuerzas.
Cuando se nacen con 565 gramos cualquier pérdida es un mundo. Pasaron tres semanas antes de recuperar el peso al nacer .Mientras yo me ahogaba cada vez que me decían los resultados de la báscula.
Cualquier complicación es la frontera entre la vida y la muerte. Cualquier infección es una condena.
Cualquier tropiezo una secuela.
La UCIN de nuestro hospital admitía visitas 3 veces al día, y debíamos turnarnos, siempre agradeceré a Marcos que me cediera casi todas las visitas, sabía que necesitaba ver a mi bebé, que me faltaba el aire sin el.
Y entraba como quien entra en una cueva, con el silencio sólo roto por los monitores y aparatos. Con la sensación de riesgo cada vez que entraba, como si allí habitase algo peligroso.
Temiendo respirar fuerte, toser, revisando 30 veces antes de entrar si llevaba bien puesto todo el vestuario, mascarilla, patucos, guantes, que evitasen la entrada de cualquier germen.
Los primeros días me conformaba con mirarle a través de los cristales.
Una semana mas tarde pude tocarle gracias a la humanidad de una enfermera. Conteniendo el terror a dañarle, tan pequeño, tan frágil. Terror, esa sensación que sólo haba vivido con algunas películas de adolescente, y que ahora formaba parte de mi flujo sanguíneo, esa sensación de estar al límite de todo. En riesgo permanente.
Desde mi alta hospitalaria vivía en la sala de espera, durante todo el día, lo más cerca posible de el.
Hermanándome con otras parejas, con otras madres con las que compartíamos sillas y silencios.
Envidiando a quienes se marchaban, por fin de allí en compañía de sus hijos.
Llorando con quien se marchaba con los brazos vacíos...
Y nos acostumbrarnos a los análisis diarios, a las ecografías cerebrales semanales, aprendimos a valorar los resultados, a observar.
Las visitas se alargaron a partir de las 7 semanas. Hasta entonces su alimentación había sido parenteral, comenzamos la alimentación con biberón, así que pasamos a la unidad 2 de neonatos, donde el régimen de visitas era más permisivo.
Donde se comenzaba a hablar de método canguro aunque sin mucha fe.
Recuerdo la primera vez que lo pusieron sobre mi pecho.
Puede que las circunstancias me robaran su parto, pero aquel momento fue mi nacimiento real como madre.
Sentir su calor, su fuerza, me dio el valor que comenzaba a faltarme.
Lágrimas entremezcladas con sonrisas.
Y el pasar inagotable de los días. Y las lágrimas al llegar de noche a casa y ver su cuarto vacío, virgen, impoluto.
Y la rutina de todas las mañanas, levantarme, llegar al hospital, café de máquina y saludos a las otras madres, guerreras, de neonatos.
Esperando noticias, sabiendo que la falta de ellas es buena señal. esperando el parte diario, contando los minutos para la próxima visita.
Aprender a moverle, a leer los aparatos, a mantenernos fuertes tras cada una de las intervenciones.
134 días.
19 semanas.
4 meses y medio.
Por fin nos plantearon el alta. En unas semanas podríamos irnos.
Tras 6 operaciones, 4 infecciones graves, 2 colapsos... Nos iríamos, con un futuro incierto, pero un presente maravilloso.
Con un bebe diminuto de apenas dos kilos, que sonreía iluminando todo lo que le rodeaba.
El principio de la lucha, lo sabíamos. No importaba. Por fin completaríamos nuestro hogar.
Nahuel.
Eran las seis y media cuando llamaron. Oí el teléfono desde la ducha y salí desnuda y mojada. La cara de Marcos, alerta, seria, me lo dijo todo.
Ha tenido una complicación, han debido intubarle de nuevo.
Cuando llegamos, mas semblantes cabizbajos.
No lo esperábamos, se le han colapsado los pulmones. Neumonía. Lo sentimos. No hemos podido hacer mas. No ha respondido a la reanimación. Podéis entrar.
Su diminuto cuerpo, perfecto, intacto. Su rostro dormido, precioso.
Mi dulce Nahuel. La ultima vez que le abrazaría, la primera sin miedo, como debieran ser abrazados todos los bebes. Apenas dos kilos y por primera vez en brazos mi hijo, sin cables, sin miradas preocupadas, sin monitores marcando nuestro ritmo.
Y besarle sin miedo a bacterias ni contagios, sin mascarillas, sentir su piel, suave, tersa. Sus manos diminutas y perfectas, sus pestañas, inexistentes al nacer, que habían ido saliendo poblando sus grandes ojos.
Sólo sus cenizas llegaron a nuestro hogar. Tras tanta lucha.
No, ni un solo día nos hemos arrepentido de haberlo intentado.
Ni una sola caricia fue en vano, ni una sola lagrima. Ver su sonrisa, saberle, sentirle.
Mereció la pena cada uno de sus segundos.
Hace 8 años ya. Han cambiado mucho las cosas. Su habitación fue estrenada por Daniel. Aunque comparten sus nombres en la puerta.
Pronto otro nombre les hará compañía. El de Oscar, que nacerá en febrero.
Pero no hay un solo día en el que no le recordemos. En el que no pensemos en el.
En el que no sea parte de nuestra familia.
Tan sólo cambiaría haberle acompañado cuando se marchó. Aunque se que no estuvo solo.
Pero aun hoy quisiera que se hubiese despedido del mundo en mis brazos.
No pudo ser mi pequeño jaguar. Volveremos a vernos. Estoy segura.
Marcos, Vanesa, Nahuel, Daniel y Oscar.