(AE)
Hay días en los que, ante tanta demagogia y tanta mezquindad que uno ve por ahí, uno necesita rebuscar en el baúl de los recuerdos y recuperar allí a modo de pequeña dosis de vitamina emocional algún momento de esos que te reconcilie con la humanidad.
Me encontraba en un servicio religioso católico que se celebraba en una maltrecha cabaña de un campo de desplazados internos de las afueras de Jartúm, en unas condiciones extremas porque estaba situado ya en zona desértica, con poco acceso a agua y, como vivienda, tenían sólo débiles tiendas o casuchas de adobe que se venían abajo cada vez que había una tormenta de arena.
Aquel día se habían juntado para el servicio dominical un buen puñado de personas que abarrotaban la improvisada iglesia. Su apariencia denotaba claramente las terribles condiciones a las que se veían expuestos: raídas camisas remendadas cien veces, jirones en la tela, sandalias hechas de neumáticos... muy dignos, pero también muy pobres. Cuando llegó el momento del ofertorio, el catequista que ayudaba al sacerdote y que hacía de maestro de ceremonias sacó una destartalada caja y la puso delante del altar con estas palabras “hermanos, como sabéis, este es el domingo de Cáritas, así que os pido por favor que hagáis un esfuerzo para ayudar a aquellos hermanos nuestros que están peor que nosotros”
Al oír tales palabras, a mí se me cayeron dos lágrimas como dos melocotones... “Aquellos que están peor que nosotros”, esos iban a ser los beneficiarios de la colecta de esa famélica feligresía que apenas podía asegurarse más de una comida al día. No sé cuántas monedas cayeron en aquella caja, lo mismo que tampoco sé cuántas personas vieron cubiertas sus necesidades primarias con aquella seguro que escuálida ofrenda, pero me da igual. Esa situación me hizo adentrarme más en ese misterio de una África que por un lado aparece en los medios con el sambenito de ser un lugar subdesarrollado, corrupto, sangriento y dejado de la mano de Dios, mientras que yo, pobre mortal, apenas puedo hacer para que las personas que me lean comprendan la profundidad de esa África solidaria, tierna y profundamente humana que se manifiesta en gestos tan admirables como el que tuve el privilegio de contemplar en aquella improvisada iglesia.
Es una de mis teorías que África no se ha desarrollado más simplemente porque por naturaleza es más solidaria. Donde caben tres caben cuatro, donde comen unos padres y unos hijos comen también unos huérfanos de la vecindad, donde uno llega es bienvenido y tratado lo mejor posible porque el visitante “es siempre una bendición” y – más allá de cualquier cliché buenista – se le acoge en realidad como tal.
Por eso me duele que la Europa de la que vengo se enquiste en su egoísmo y su intolerancia ante el sufrimiento de los demás. Dicen “no hay sitio para más gente” cuando en la trastienda rural de nuestro país languidecen pueblos que se quedan sin gente, donde cierran centros de salud y escuelas porque ya no hay niños... Nuestra sociedad se muere en su infertilidad demográfica y de valores. Preferimos mirar para otro lado mientras muchos de los que se aventuran – entrampándose de por vida gracias a las mafias – mueren como moscas engullidos por un mar que no perdona a los desesperados incautos – o a los desesperados en grado máximo – que osan desafiarlo en una cáscara de nuez.
Ahora Europa decide repartir el “pastel” de refugiados (no de aquellos que quieren una vida más regalada, sino de quienes quieren sobrevivir ante el acoso y la inhumanidad de regímenes férreos como el de Eritrea por poner un claro ejemplo) y a España le piden el inmenso esfuerzo de admitir a 5.837 refugiados más. Seguro que no faltará quien diga que es un abuso, que aquí ya no cabe nadie más, que el trabajo primero para los españoles... todo un gazpacho de afirmaciones viscerales y xenófobas alentadas por una sociedad que se ahoga en su egoísmo y en su insolidaridad. Otras instituciones, como Cáritas (que sabe del tema más que muchos despachos oficiales porque atiende ya a 3'5 millones de personas) dice una frase tan tajante como “España tiene capacidad más que de sobra.” Aunque sólo fuera por egoísmo demográfico (ya hay quien ha alertado de una situación explosiva dentro de pocos años con una sociedad altamente envejecida) sería ya razón para abrir la mano, pero no... creemos que quien llega de más nos quita el bienestar que tanto merecemos y que tanto trabajo nos ha costado.
A veces pienso en aquel grupo de refugiados que, en su indigencia, me dieron una inigualable lección de solidaridad, de justicia social y de dignidad humana, decidiendo abrocharse aún más su ya apretadísimo cinturón para ayudar “a los que estaban peor” pero mi misma sociedad (que sé a ciencia cierta es tan solidaria para muchas otras causas) está ahora tentada de dejarse llevar por los profetas de calamidades que sostienen que aquí “ya no hay quien viva.” Lo peor no es que una buena parte de este mundo viva en la pobreza o se vea obligada a salir de su país para sobrevivir, lo peor es que los que viven en la abundancia y tienen más que de sobra cierren las puertas de su fortaleza y se enroquen en su egoísta cicatería.