Y báñate en mis ojos, que se joda el mar
que quiera mecerte a su antojo,
si no somos nadie a nadie va a encontrar...
Pedí asilo en una migaja de tierra, un cobijo donde esconder mis contornos de la vorágine del betún. Viviendo sin sobrevivir, cortando mangas al oleaje por delatarme al tiempo, siendo un insensato minoritario, sí, yo fui cicatriz. Y siendo lo que fui, fui feliz en mis metros cuadrados. Feliz. Extraña sintaxis de un andar sin huellas, de un saber ignorado por los cantos rodados de mi orilla quemada. Feliz por morir y diluirme en la dulce entelequia del universo. Feliz por ser un vagabundo más, un escribano público y anónimo de una lengua, una de seis mil o más miles, pero única.
Si los astros que me leen hallan una lanza y una adarga en mi lengua, que no se confundan. El hablar no era cosa de gentileza armada. Lo era del vagabundo de mi ciudad que erosionaba esquinas con sus recostadas y pestilentes memorias. Lo era de los nobles sin hidalguía, de los doctores sin titulaciones, de los hambrientos que mordían adoquines y escrutaban horizontes envidiosos por encontrar el amor incomprendido, un puño de luz. La lengua, queridas estrellas, era del loco poeta que se cagaba en las guerras, escupía al embadurnado gilipollas y concebía las cosas por su nombre.
Al pan lo llamó pan.
A la mierda, mierda.
Y al amor, espuma de mar.