A América Lavalle no le gustaba doblar y se puso de mal humor; comenzó a gritarles a todos, la cogía con el director y con el sonidista, especialmente con este último, pero el director la manejó con palabras amables, llevándola a donde quería, como se hace con las glorias, o como se hace en el cine en general; para todo director inteligente los egos torcidos no son su problema.
Mi parte fue lenta mientras América esperaba su taxi. Me ponía nervioso. En un momento preguntó si yo era actor, y le dije que no; luego rompió a reírse de pronto, a carcajadas, y creí que se reía de mí. Cuando llegó su taxi y se la llevaron, me dijeron que se reía recordando sus propios ataques de histeria. Luego fue rápido, no tanto como América, 20 minutos, o quizá menos.
Fuimos a almorzar a un paladar de comida Turca, pero pedí comida cubana, un bistec de cerdo. Y mientras me limpiaba la boca con la servilleta, pedí que me regresaran a Santiago. No me habían sacado pasaje, no habían previsto nada, no me tomaban muy en serio. Les dije que no quería “aprovechar el tiempo, ni ir a visitar amigos, ni ver películas”, quería irme. Y comprendieron, sobornaron a alguien y obtuve mi pasaje dos horas después.
Viré el mismo día con dos fulas, es decir 50 pesos, y un menudo que equivaldría a diez o quince pesos más. Antes de subir a la guagua compré cuatro guayabas que son muy buenas para el hambre, es lo que hago cuando voy al Festival de Cine con menos de 20 pesos de consumo diario, no solo te inflan el estómago, recién supe que dan energía, como una red bull, como el café.
Hice el regreso durmiendo, estaba agotado, más de lo que estoy regularmente, pero no podía estar despierto. Usualmente no duermo en los viajes nocturnos, me despiertan los timonazos, la rueda que se sale por un instante de la carretera, la guagua andando por la senda contraria y ahí recuerdo que se duermen al volante; a la mayoría le pasa, lo sé yo, y lo saben ellos, pero la mayoría despierta (es toda una metáfora, pero no voy a abusar de ella), un leve piloto intermedio entre la consciencia y el sueño los alerta. Eso me excita, y no pego más el ojo pues me entra la manía de los magnates y los caudillos que piden no ser operados con anestesia general, porque al último momento incluso, esperan agarrarse a la mínima brizna, y ganar otra ventaja y salvar el pellejo.
Entreabría los ojos, y miraba la jungla rala que se levanta en el trayecto, la luna entre la maleza, los árboles espectrales. Y era más que un paisaje, era una premoción, un libro que leía sobre mí. Siempre vemos lo que somos, siempre de alguna manera sabemos lo que somos en lo que vemos, en la manera en que brilla o se opaca, se reduce o magnifica el paisaje; y vemos también lo que no somos y a donde no podremos llegar. Me pesaban los ojos, y no podía despertar del todo, y era interesante porque aun así, esa jungla, me parecía soportable, tierna, ajustada a mí, como se ajusta uno a la penumbra de una choza y no soporta luego la luz de un palacio, porque te amedrenta y te expone; parecía mi elemento, me gustaba, tenía mi aprobación profunda.
Cuando llegué al conejito de Aguada me bajé como un zombi. Estaba satisfecho por algo que había olvidado, o que no podía definir. Caminé un tramo medio dormido y efectivamente vi la silueta de un jeep patrullero, pero no le di importancia; la justicia, me dije, a estas horas debía estar preocupada por el tráfico de café o leche en polvo. La cabina estaba apagada, sus siluetas tras el parabrisas parecían las de un par de sabios contagiados de la noche, la noche protege, no a los ricos, pero sí a los pobres, a los pobres diablos, y yo era algo de eso. No tan pobre, porque tenía sueños, pero sobre todo por eso. Seguí caminando, no puedo decir que no pensé en ir al baño, lo pensé, pero a veces me parece por encima de mis posibilidades tener que pagar un peso por ello, y además, no se disfruta, y además, la orina pertenece a la tierra. Hablo en serio, me cuesta entenderlo de otra manera, a eso lleva leerse tanto a Cortázar.
Al pie del Conejito de Aguada hay un bosquecito de mangos cercado con un muro mixto de hormigón y cerca perle. El patio de mi casa, en donde orino todos los días soltando mi espíritu, tiene un mangal similar: el ruido de las ranas, las hojas removidas por el viento, la cosa vegetal que cruje, que se pudre. Me abrí la bragueta y oriné, me dejé ir, es algo especial hacerlo frente a un bosque, a una llanura, o frente al mar. Es como fumar. Hacerlo sin miedo, sin contención, sin la intimidad condicionada de una letrina colectiva es encontrar la verdadera intimidad: la pulsión, el devenir, la muerte. Es caminar un tramo, detenerte, y esperarte a ti mismo.
Terminó la experiencia y me volví. El jeep tenía la lámpara encendida. Allí estaba el policía, observándome, con los pies sobre la tierra y un brazo apoyado en la puerta. Tenía una tablilla en la mano. Me dio las buenas noches, y sin que me lo pidiera, como un poeta, me saqué el carnet del bolsillo. No todos los poetas mueren así, solo son unos pocos; no todos caminan así hasta el cadalso; solo los poetas descritos por los poetas lo hacen sin hacer escenas. Los poetas descritos por los poetas no son poetas realmente sino viejos anhelos, viejas promesas traicionadas, que saben que es inútil revelarse, pedir clemencia. En ese momento me comporté como lo que quiero ser, uno de esos, que mueren con decencia.
Me dio un sermón rápido sobre la peste que había en esa esquina; me miró a los ojos, era sincero, me preguntó si no tenía un peso para orinar en el baño público y le contesté que no. Y que por no gastar un peso, me iba a poner una multa de sesenta, pero no le creí, le dije que se apurara porque se me iba la guagua. Me sentía superior a él, creía que mis sueños eran superiores a los suyos, y sonreí por dentro, y me fui. Me dije que era demasiado dinero por orinar frente a un bosquecito, sesenta pesos eran más de lo que tenía encima, una de esas improporciones incómodas que a veces me cuesta procesar. Un primo me dijo que esas multas no se pagan, y estuve creyendo que era falsa hasta que la mujer con cara de teléfono público de la Oficina de Multas, me la cobró. Todavía me duelen esos sesenta pesos.
Cuando terminé la historia mi socio prendió un cigarro y botó la cerilla. Me dijo que estaba buena para un corto, es decir para una película corta. En fin, suspiré. Cuando eres realizador llueven frases como esas.
Me dolían las nalgas de estar sentado, me molestaba el humo del cigarro y me puse de pie, me asqueaba también el sabor a nicotina así que rechacé la cachada que me ofreció, siempre he sido más un fumador literario que uno auténtico, pensé en salir, pero afuera había resol y el pavimento reverberaba de calor.
Puede ser, pensé, pero no veo cómo sacar un corto de ahí, pensándolo bien, es como pedir más de lo que soy, es como si mereciera más que eso.