Este es el día 6 de 365 días de escritura.
El hombre lee los alfabetos frente a su cueva. Son los domingos de una ciudad que me dejó fría: ya no estoy aquí, ni tampoco allí, ya no sé dónde se encuentra mi cuerpo ni mi memoria. El hombre lee los alfabetos frente a su cueva y yo los escucho en silencio. Las vocales son oníricas y los vientos fuertes son del sur y se contraen sobre la tierra oscurecida. “Tendríamos que habernos tomado aquel tren a las montañas, ya te lo dije, y no habríamos pasado las horas pensando en lo que tú ni en lo que yo pudimos haber sido antes de ahora”. Te lo dije.
Quizá se despejará el día al despertarnos. Oiremos los crujidos de los cristales rotos deslavando las calles. Habremos pasado una noche más, una de tantas sin conocernos realmente pero abrazándonos porque la noche lo exige, y los vientos del sur se contraerán de nuevo para insuflar la fuerza que lo protege todo como papel celofán. El hombre lee los alfabetos esta vez junto a la hoguera amarilla y haremos el inventario después de la tormenta: así es como nos repartiremos la ciudad entre los dos, porque no podría existir ella sin nosotros, y tú y yo, en esta selva coloreada, no seríamos nada sin los adoquines fríos. La ciudad me dejó fría a mí: te regalo el arco, me rindo, es todo tuyo ahora. Renunciar al arco es el acto de amor más frágil de toda mi vida.
Qué haremos con los azucarillos. Qué haremos con las calles del Gótico a media tarde, con los cafés, con los escaladores y los parques. Qué haremos, por encima de todo, con el espigón en la playa, un espigón de durazno e invierno donde compartíamos la merienda y nos regalábamos buenas noticias cada vez. El jersey de lana beige y los vaqueros sobre los tobillos pero el viento puntiagudo metiéndosenos por la ropa como las manos, como el humo y la arena y ese olor a no-mar que tiene siempre Barcelona. La ciudad me dejó fría: en el inventario después de la tormenta me entregué yo primero de todo, porque ya no estoy aquí sino allí y no sé muy bien adonde queda eso.