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69. Autoridad senil

Publicado el 27 septiembre 2021 por Cabronidas @CabronidasXXI

    Confinamientos y pandemias aparte, es de lo más normal que animales, hijoputas y personas en general, salgan a transitar la calle. Algunas lo hacen corriendo aunque no por ello les persigue la pasma o los acreedores. Otras pasean. Claro está, lo hacen por las aceras y las zonas peatonales. No como las personas de la tercera edad, que están de vuelta de todo y salen a la calle a combatir la incipiente osteoporosis, adueñándose de la calzada como si fueran los dueños de urbanismo. El porqué de tal enigma lo desconozco, pero es algo que me sobrecoge.

    Por ejemplo, yo circulo con mi coche por las calzadas interiores, adoquinadas o alquitranadas de cualquier pueblo de la península —preferiblemente andaluz o costero— con la música a un volumen aceptable para no parecer gilipollas. Según convenga a mi destino y atendiendo siempre al código de circulación, giro a izquierda o derecha hasta que me topo con una desordenada veintena de yayos y yayas con boinas y cabezas a lo afro canoso, indiferentes al riesgo de atropello y avanzando en ultralentitud en la misma dirección que yo.

    Naturalmente, me detengo. Y no porque varios de los paseantes que me obstaculizan, se giran y me dan el alto levantando sus gallaos con autoridad pastoril. Me paro para evitar una matanza, ya que lejos de apartarse, el temerario pelotón de carcamales me clava su mirada a través de sus gafas de sol como diciendo: «Dónde coño irá este "desgraciao"». En ese momento de presión escrutadora, reduzco el volumen de la música a niveles inaudibles en señal de respeto y les aguanto la mirada como diciendo: «Jodidos octogenarios inconscientes, ¡andad por la acera que al final os harán daño, coño!».

    Cuando parece que han memorizado todas las arrugas de mi cara, la pegatina de la ITV y la matrícula del coche, se dan media vuelta y continúan con su lento peregrinaje como si yo fuera un espejismo. «¡Hostia puta con los vejestorios, que no me dejan pasar!». Y justo cuando me pongo en marcha, los ancianos vacilones, como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, se abren a izquierda y derecha como hiciera el mar Rojo ante Moisés, anegando las aceras desiertas. Al borde del paroxismo, cuando por fin paso, lo hago al ralentí para disfrutar del momento, sintiéndome victorioso como si le hubiera ganado un duelo a Clint Eastwood.

    Pero es una ilusión: a medida que avanzo hasta perderlos de vista, vuelven a invadir la calzada y a someterme a examen visual como asegurando: «En estas carreteras mandamos nosotros, cabrón de ciudad».

    «Que no se te olvide».



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