Supongo que tuve la suerte de casi estrenar planta hospitalaria y habitaciones. Todo nuevo y de diseño. La última planta (novena) de la Fundación Jiménez Díaz (Clínica de la Concepción) de Madrid, que es la que me corresponde como asociado al seguro médico de la Asociación de la Prensa de Madrid
En esa planta estaba antes la cafetería y el restaurante pero todo ha sido modificado y las obras en la Fundación (que aún siguen) son de envergadura. Pasó por malos momentos económicos, pero nada que no se pueda solucionar apretándonos las clavijas a los asegurados y vendiendo la entidad a una empresa privada, Capio. Norteamericana, por más señas.
Pues allí llegué yo, tal como me indicaron, la víspera de la fecha señalada para mi operación. Me adjudicaron la habitación 6908 después de esperar un buen rato en admisión de clientes/pacientes porque parece ser que aunque tenía quirófano asignado, no habitación. Había fallado la comunicación interna.
Una vez resuelto el problemilla tomé posesión de mi cubículo. Me acompañó un funcionario, quien me dijo muy ufano que tenía suerte porque en esa planta todo estaba casi a estrenar.
Fantástico. La habitación tenía con magníficas vistas a Moncloa, era amplia y luminosa, y un cuarto de baño espacioso y de diseño. Además de una moderna cama electrónica con los cables de espiral algo cortos para el manejo de los mandos y una televisión de gratuita porque el mecanismo de echar monedas estaba estropeado.
Mi mujer, que, siempre previsora, me había preparado una bolsa de deportes con ropa, pijamas, zapatillas, utiles de aseo y esas cosas, se fue directa al armario para colgar la ropa. Al abrir la doble puerta se encontró con que no era un armario, sino un lavabo escondido. Otro, además del que había en el cuarto de baño. El armario era otra puertecita sencilla, más a la izquierda, de unos 22 centímetros de ancho. Naturalmente, no tenía perchas. Intentamos meter la bolsa de deportes (una bolsa normal, clásica, diría yo) y entró raspando. De fondo, poco más de medio metro. En cambio de altura no estaba mal aunque no hubiera servido para esconder a la enfermera en una situación apurada.
Pero lo mejor era la ducha. ¡Ah!, podías estar haciendo aguas menores o mayores, lavándote los dientes o mirándote la cara de conejo ante el espejo, que siempre te alcanzaba el agua. Por eso el plato de ducha era todo el cuarto de baño, con un suelo de un material semejante al tartán de una pista de atletismo pero inclinado hacia el desagüe, que, como es lógico, estaba situado justo bajo la alcachofa. Seguramente estaba pensado para cortos de vista o para duchas colectivas ya que si no cerrabas la puerta también podían bañarse los que se quedaban fuera. El lavabo era punto y aparte. De esos que tienes que estirar bien los brazos para alcanzar la grifería porque por delante tienes un colgador de toallas y un soporte de marmol (o imitación) para la pileta de medio metro de ancho. Al inclinarme para lavarme la cara, los dientes me quedaban a la altura de la toalla. se ve que al diseñarlo estaban pensando en Pau Gasol.
«¡Cosas de los arquitectos!», replicó la enfermera con gracejo cuando le comentamos las peculiaridades de la habitación y le pedimos perchas (insinuó que algún desaprensivo las habría robado).
Hacía algo de calor pero no pudimos entreabrir las ventanas porque estaban cerradas con una llave especial. «Es que la gente se tira»,se justificó la misma enfermera.«Yo si quisiera tirarme no me operaría», respondí perplejo.A la mañana siguiente me llegó la hora y un celador vino a buscarme para bajarme al quirófano. Me llevó igual que me gustaría ir a trabajar: montado en mi cama con una batilla que me entregaron ad hoc. Para los mal pensados o los que no están al día en los usos y prácticas sanitarias les diré que no es de esos que se anudan por detrás y te dejan con el culo al aire. Ya no son así. Se atan por delante y no tienen mangas. Algo así como Gladiator cuando lo sueltan en la arena del circo pero sin espada ni hombreras. ¡Y luego las enfermeras te lo rasgan en el quirófano! Casi tal como uno lo hubiera soñado… en otras circunstancias.
El parabolano de turno me llevó a los ascensores. Mejor dicho, al ascensor, que solo había uno porque el otro estaba estropeado. ¡Y no tenía botón para llamada! Yo al principio no me lo podía creer pero, como Santo Tomás, lo vi con mis propios ojos. Un ascensor sin botón de llamada. Es algo así como la muerte, que llega cuando le parece bien, pero llega. Me dijo el celador que se les había olvidado ponerlo cuando la reforma. (¡Ja, con la sanidad privada!). Después de esperar un buen rato a que a alguien le diera por subir al noveno, el celador bajó andando al piso octavo a pescar el ascensor y me dejó allí, como un gladiator encamado con la sábana por el bigote, hasta que regresó a lomos del deseado elevador.
(Antes de decidirse a bajar, el celador mantuvo con una compañera suya una conversación que yo nunca debí oír y que no repetiré aquí porque forma parte del secreto del sumario. Cuando ella se marchó le dije: «Hay conversaciones que yo no debía de haber escuchado». Él se limitó a torcer el morro en una mueca de indiferencia)
Cuando me quedé solo, enfrentado al ascensor desbotonado, me dio por pensar en la película holandesa de terror “Dick Maas” (o sea, El ascensor o algo parecido) en la que un ídem hacía de su capa un sayo y acababa con todo bicho viviente. Fueron solo unos instantes de paranoia. Por fortuna se me pasó pronto y el aparato, una vez que nos engulló en el noveno, tuvo la delicadeza de vomitarnos sanos y salvos en el tercero, donde están los quirófanos.
Antes de aparcarme en el prequirófano me preguntó si estaba nervioso y tuve que reconocerle que no, pese a todo. Debe ser la inconsciencia de la edad. El caso es que le respondí que suelo inquietarme más cuando camino por el finger de un aeropuerto para embarcar en un avión.
Todo mejoró al ver a la anestesista, en cuyas manos iba a poner mi vida. Una chica joven, con cierto parecido a la titánica Kate Winslet, pero con gorrito de diseño a lo Anatomía de Grey con ovejitas grabadas sobre fondo azul. Eso me alegró mis últimos momentos de consciencia prequirúrgica. Sin embargo, no pude conseguir que me pusieran a mi uno igual. Me tuve que conformar con ese clásico que no se sabe si es para el quirófano o para la ducha.
—En realidad no lo necesitas pero da igual… —me dijo con una sonrisa mi Winslet particular a propósito de mi cabeza afeitada.