Pasamos
años preparando el exilio,
negociándolo,
asumiendo
su lógica
europea.
Y nos llegó
sin emoción,
con el pasmo seco
del
que reconoce
un nombre en una esquela.
Esa fue la pobreza.
Pusimos
estatua
al primero que
comprendió la unión
del río con la piedra
y nos fijó,
así,
un arquetipo:
las galerías que
endurecen al descender,
la corriente
que arrastra sobras negras.
Pensamos
(o pensasteis, o
pensamos a medio paso mientras pensabais en picado, a plomo)
que bastaba retener
el arquetipo,
que el resto
—los chutes, los bypass,
las alambradas, la prórroga de los hijos,
los caminos a la meseta—
sólo eran
correcciones,
costes
precisos
para la Gran Imagen —
y no las formas
de una segunda
fundación,
más brusca
que el río,
más oculta que el
centro
de las galerías.
(La primera fue sobre
helechos, por eso decimos
Felgueroso, Felechosa, La Felguera;
la segunda
será
sin habla,
no hay verbo que
tense
la suciedad
del pacto,
la lentitud sonora
del escalagüerto
que repta entre las
zarzas del Nitrógeno.)
Porque
el trabajo nos hizo
y nos dejó,
como la capa de
hormigón que sella un silo
o
afirma kilómetros de carretera
subvencionada
para sacarnos de
aquí,
bien
vencidos.
*Fragmento del libro Una paz europea (Pre-Textos, 2016).