Publicado por Rober Cerero
Este fin de semana se ha cumplido un año desde que inicié la que es, hasta ahora, la mejor de las aventuras en las que me he embarcado en mi corta pero intensa vida: mis más de dos meses viviendo y trabajando en Nueva York con Juan y Alba. Y, para celebrar este aniversario, voy a rememorar mis historietas en la Gran Manzana, para enseñar la otra cara de la ciudad que nunca duerme. Y, para ello, voy a reescribir el blog que hice en su día, para quedarme con lo mejor, con lo más divertido e interesante, siempre intentando arrancaros alguna carcajada.
Sin más preámbulos, la primera de las tres partes de mi estancia en Nueva York:
Los primeros tres días en Manhattan fueron realmente intensos, tanto que decidí que tenía que escribir mi primer blog. Esas 72 horas fueron de escándalo, y nos dio tiempo a hacer mil cosas: por ejemplo, nos dio tiempo a decir: “iyo, hoy hace un pedazo de día, no hace frío”; estando a unos maravillosísimos 3 grados. Dio tiempo también a darme cuenta de que tengo vértigo, y ello al beberme una copa en una azotea sin barandillas viendo todo Manhattan, o a encontrar una licorería donde vendían ron Barceló y ginebra Seagram’s de dos litros, o a hacer botellón y bailar electrolatino en un restaurante japonés, o a pagar 9 dólares por un chupito infame de ron blanco, o a darnos cuenta de que la mejor oferta de ocio neoyorkina es el metro, donde puedes pasarte horas y horas riéndote con los borrachos. Que no sólo en España se canta y se descamisa uno en el transporte público, ¡qué os creéis!
Cómo ver Little Italy a 2 graditos
No vamos a descubrir América -nunca mejor dicho- diciendo que Nueva York es bien. Claro que es bien: es muy bien, es jodidamente bien; pero eso lo sabe cualquiera. Lo que no sabe cualquiera son cosas como que, igual que en España abrimos un bar, en Manhattan se abre una tienda de arreglo de uñas (ojo, pedicura gratis si te lo montas bien), o que el bueno de Juan Babiano, aka “el temerario”, se hizo en dos días con el control de los semáforos y del tráfico del Upper East Side, o que en mis primeros dos minutos en nuestro coquetísimo pero diminuto loft me dio tiempo a romper un interruptor y la puerta de nuestro único armario.
Lo que tampoco tiene por qué saber todo el mundo es que los martes eran uno de los días más divertidos de Nueva York. Y el 4 de marzo de 2014, cuándo llevábamos sólo unos días, no fue para menos. El día empezó regular, tirando pa’ una puta mierda (perdóneseme la expresión). Al ponerme los calcetines me hice un tomate, pero un tomate nivel dragón, un tomate tamaño testículo de Vegeta (no le he visto nunca la huevada a Vegeta, pero fijo que los tenía cuadraos y gordos). En circunstancias normales, eso daría igual; de hecho el 73% de mis calcetines tienen tomatitos (sí madre, el dinero de los calcetines me lo gasto en mojitos de La Cacharrería). Pero eso no eran circunstancias normales. Eso eran circunstancias una jartá de frías. Salir a la calle con -13 grados, dirección al trabajo, con un tomatazo a la altura del talón no es bien. No es nada bien.
Pero a media mañana, en el Consulado, 400 sellos y 206 fotocopias después (literal), llega la buena nueva: hoy se sale. Claro que sí. Y es que aquí no se sale como en Sevilla, a donde vas a Hoyo 19 previo paso por Al Copone para ver si Anaïs se porta y te invita a algo, no. Tampoco hace echa uno botellón en la Alameda y va uno al Fun Club, qué va. Aquí uno va al súper a la vuelta del trabajo a comprar sus legítimas Heineken (el resto son agüita, de verdad), invita a 4 o 5 compañeros del Consulado a comer lentejas sin chorizo y empieza a beber desde por la tarde. Aquí uno llama a una “promoter” mexicana para pasar gratis, con botellas incluidas, a una discoteca en un piso 30 con unas vistas tal que así:
Nuestras increíbles vistas los martes por la noche, en PHD
Mola. ¿eh? Pues si vieseis la de mujeres que había dentro, ya no digo ná. Aquí para entrar en los sitios tienes que ir con mujeres, la versión neoyorkina del ir con zapatos de las discotecas del centro sevillano. Pero claro, en sitios tan megachachis como el de ese -y tantos otros- martes, sólo hay dos cosas: tipos con MUCHO dinero (botellas en reservado a mil dólares) y chicas modelos. FAILED. Las modelos estarán lo buenas que tú quieras, pero para hacerles el truco de las pestañas postizas –que acaba en beso robado- tendría que ponerme alzas de 15 centímetros en los zapatos, retaquito de mí.
Pero ojo, 11 españoles ciegos como piojos en una discoteca con modelos y esas vistas, dan muuucho juego; así que, tras acabar con las existencias de vodka de la discoteca (era gratis, ¿recordáis?), hacernos las fotos de postureo de rigor –completamente legítimas- con el Empire State al fondo, recoger los abrigos que previamente has depositado por la friolera de 4 $ más tips, y haberte echado mil risas dentro, llega lo mejor de la noche de Manhattan: el metro.
El metro es un submundo paralelo, que nunca deja de sorprenderte. Lo primero que tienes que saber es que SIEMPRE vas a perderte. Siempre. Puedes llevar 6 meses o dos días, vas a perderte, o vas a equivocarte, o vas a estar 42 minutos esperando un tren que justo no pasa los martes de marzo de los años 1978 y 2014. Es así, y cuanto antes lo aceptes mejor.
Lo segundo es que siempre te vas a reír, SIEMPRE. Y más si el borracho de tu amigo Carlos decide que quiere jugar a la ruleta rusa pero con escupitajos, y más si decides despertar a todo el vagón cantando “La Mayonesa”, y más si un policía decide correr a por ti en medio del estribillo de “Follow the Leader“, pero luego llega a la conclusión de que corre menos que tú, así que mejor deja de serguite y se compra un donut. Y muuucho más si al hacer transbordo te encuentras a un colega en el metro, sssssolo, y decides que es el momento perfecto para exaltar la amistad (amistad entablada literalmente el día anterior en el Consulado). El bueno de Gabri, la que tuvo que aguantar…
Vale, a éstos nunca me los encontré en el metro, pero me habría encantado
Pero claro, el miércoles había que ir a trabajar, así que dos horitas después de meternos en la cama comienza a sonar el carrusel de alarmas y de quejíos por los dolores de cabeza y lo malitos que estábamos. Pero oye, a las 9 estábamos en el Consulado. Y como ya éramos funcionarios, el desayuno no se tomaba antes de entrar, el café no te lo llevabas. Eso es de tiesos. El buen funcionario-becario baja a las 10 a por el café, esta vez acompañado del mítico hot dog de los puestecillos de los simpáticos árabes, porque desayunar hot dogs teniendo resaca es una magnífica idea.
Lógicamente, ese día nuestra capacidad procrastinadora se había disparado. Porque el buen funcionario-becario resacoso no empieza a trabajar hasta casi las 11, haciendo paradita de 14 minutos cada 14 minutos. No está nada mal eso de ser un funcionario-becario resacoso, sobre todo una vez que compruebas que tus jefes son de puta madre (perdóneseme de nuevo la expresión) y que saben perfectamente que, en Nueva York, los funcionarios-becarios salen los martes, llegando los miércoles con la cara vuelta del revés.
Me despido por hoy, que esto tiene que darme pare tres entregas, con una canción dedicada a todo el NYPD, en especial al pobre policía que me persiguió por el metro: