Revista Cultura y Ocio

’70 días en NYC, parte III: la traca final’

Por La Cloaca @nohaycloacas

Publicado por Rober Cerero

Bueno bueno, a estas alturas, si habéis sido capaces de leeros las dos partes anteriores, creo que todos deberíais ir sabiendo ya que en una ciudad como New York City era muy normal que pasase absolutamente de todo. Y casi todo eran cosas sumamente chachis.

Igualmente, creo que también deberíais haber captado ya que nuestra rutina era simple, basándose en, cronológicamente: ir a trabajar, comer, hacer turismo, emborracharnos, salir de fiesta y volver a casa en metro.Pero no siempre era así.

En las últimas semanas de nuestra estancia allí, fuimos testigos de primera mano de cómo había gente que se saltaba ese equilibrado biorritmo a la tolera y de forma magistral. Ejemplo: ese guiri (era irlandés, así que es legítimo decir guiri) que entró un día en el ‘100 Montaditos’ a las 14:32 haciendo eses y pidió una pizza de pepperoni y un vodka con arándanos. Así de claro: él llega y pide lo que le place, cuando le place y donde le place.

Luego pasa lo que pasa: tras tirarse 15 minutos para entender que en los 100 montaditos lo que hay son 100 montaditos, y no pizza, ni vodka, ni mucho menos arándanos; el guiri se pide 5, los paga y, antes de que se los traigan, se va al pub de enfrente a seguir tajándose y nunca jamás volver. Pero bueno, cada uno con sus biorritmos, como mi querida Bea Arcos que, cuando vivíamos en Turín, ponía Skrillex a media mañana de resaca y música clásica para salir de fiesta (¡Guapa! ¡Apañá!).

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Pero el caso es que no sólo los irlandeses y las Beas se saltaban esos biorritmos, no. Nosotros a veces también lo hacíamos, como cuando estábamos de resaca y el cuerpo te pedía un plato de arroz con cordero y salsa de yogur a las 9.30 de la mañana, mientras estábamos informatizando el Registro Civil del Consulado. Pues oye, uno bajaba al carrito de la comida de la esquina que, misteriosamente, vendía arroz con cordero a las 9.30 de la mañana, lo compraba y se lo comía. Por supuesto, uno a las 10.15 estaba en el pulcro baño del Consulado.

Otra de las formas de saltarse el biorritmo era, por ejemplo, no hacer turismo un día y en cambio ir a ver un partido de la NBA (que venía Ricky Rubio, joé). Para ver a Ricky en el Barclays Center de los Nets, uno era capaz hasta de comprarse su cerveza de a litro por 10 euros, sus nachos y su mano de gomaespuma con el dedito p’arriba, que no veas si es cara la gomaespuma en NY chiquillo… Y claro, ver un Nets – Timberwolves no es como ver un Betis – Valladolid, ¿eh? Ahí no hay un señor que va cantando: “pipaaaa shiiiicleeeee carameloooooo”. Ahí todo era más elegante, más neoyorkino, más pistonudo; tipo: “pratzels, nachos, hot dogsssss”. Ni punto de comparación vaya. Si Lopera levantara la cabeza…

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Pero no todo va a ser el deporte, que eso cansa. Otra de las formas de alterar el biorritmo neoyorkino es ir a la compra, que a veces el presupuesto nos obligaba a comer en casa. Pero claro, hacer la compra en Manhattan no es como bajarte al MAS de tu casa, ni siquiera como pasarte por el Mercadona. No, no, hacer la compra en NY es un deporte de alto riesgo por varias razones: primero porque los supermercados tienen TANTA y TAN EXTREMADAMENTE RICA comida que el dinero que ahorraste el día anterior se evapora junto con el de ese día, el del día siguiente y el de las tres semanas venideras.

Segundo, y lo más importante, por la inmensa aventura de comprar algo de una marca que no conoces (a ver si te crees que te iban a vender mantequilla Tulipán). Así pasa lo que pasa, que llega uno con su mejor voluntad a comprar precisamente mantequilla y se encuentra con eso, con que hay de todo menos Tulipán. Pero ni Tulipán, ni Arias, ni Puleva… .

Pero, eso sí, mantequilla con sal, sin sal, con grasa, sin grasa, con colorante, sin colorante, con tropezones, sin tropezones, de vaca, de cabra, de oveja, de canguro, amarilla, azul, verde, con cebolla y pimiento, con azúcar en vez de sal, de soja, con kétchup, sin gluten, con triple de gluten, de semen de camello… Sólo decir que hay una marca que literalmente se llama: “¿¿¿cómo puede no ser mantequilla???” (¿os acordáis de Family Guy? Lo que descubre uno en un súper de NY!).

El caso es que tras estar uno 10 minutos para elegir la mantequilla, al final uno cree llevarse la mejor (la más barata, vamos), cuando lo que está haciendo realmente es llevarse una mantequilla que, juro, no está hecha a partir de la leche, sino de aceite de oliva. Pero buena estaba tela, eso sí.

Pero la cosa no se quedaba en la mantequilla, ojalá. Porque igual que no había Tulipán ni Hacendado, tampoco había Sanex, así que uno agarraba las monedas que le sobraban de la mantequillasinleche y se compraba el desodorante más barato. Craso error. Imaginad que un día os echáis acondicionador en el pelo (sí tío, a mis rizos hay que darles amor), y que se os olvida aclararos la cabeza. ¿Cómo la tenéis al día siguiente? O mejor aún, imaginad que viene una ballena y eyacula en vuestro pelo. Pues eso mismo es lo que sentiréis si compráis el desodorante más barato del súper de Nueva York, solo que en los pelos del sobaco. Qué asco.

Menos mal que mi madre venía dos semanas después con Colacao, Sanex y calcetines (por supuesto, los calcetines SIEMPRE se pierden, vivas en Turín, Nueva York o Triana).

Pero bueno, oye, que todo esto no eran más que excepciones. Lo normal, como decíamos, era pasar las tardes haciendo turismo, aunque sea paseando por sitios que ya conoces. Pero es que molaba tela, porque cada día te encuentrabas algo distinto, como cuando vas por 6º vez a Central Park y te encontrabas a un niño del Upper East Side, de unos 10 años, muy pijo y un poquito entrado en carnes, con su personal trainer particular (bueno, si hay spa y ambulancias para perros, ¿os extraña esto?).

Pero el turismo no siempre era en Manhattan, no os creáis. A veces nos íbamos a Williamsbourg, en Brooklyn, que, para que lo entendáis, era el barrio hipster, como la Alameda-calle Regina de Sevilla pero nivel dragón. El caso es que un día, estando en Williambsbourg, fuimos a visitar el apartamento al que se acababa de mudar nuestro amigo Gonzo. Al entrar, lo primero que llamaba la atención es que había una batería, amplificadores, bajo, guitarra y hasta un estudio de grabación insonorizado. Y es en ese preciso momento cuando descubrimos que estábamos  pisando la casa, lugar de grabación y local de ensayo de Daniel Lorca, bajista de Nada Surf y casero de Gonzo. Por supuesto, Daniel estaba en Ibiza y el resto del grupo con sus familias, maldita suerte la mía.

Pero bueno, que nos desviamos. Decíamos al principio que el turismo era uno de los pasos rutinarios en NY. Pero, ¿cuál era el siguiente paso? Pues el más divertido: emborracharse/salir. Si en los pasos anteriores de la rutina pasaban cosas, en éste pasan muchas más. Y, si además la fiesta era en el increíble apartamento de David, las posibilidades se disparataban. Sirva de ejemplo aquélla vez en la que, en 10 minutos, pasó todo esto: 12 amigos se quedaron encerrados en un ascensor con capacidad para 8 y que se paró entre dos pisos, dos italianos desconocidos forzaron las puertas y sacaron a la gente tirando de las piernas, las niñas salieron histéricas porque Juampi había decidido sufrir un ataque de claustrofobia y de sentimiento catastrofista, la puerta de salir a la calle se atrancóy hubo que forzar una salida de emergencia, y justo cuando logramos salir a la calle aparecieron dos camiones de bomberos a todo trapo.Pero camiones de bomberos en plan americanos, con su parafernalia, gigantes y con unas sirenas y unas luces que ya las quisiera la Fabrik de Londres.

El caso es que de ese camión se bajaron 8 bomberos-armarios con hachas y martillos, pero tuvieron que volverse cabizbajos al camión cuando les explicamos que todos habíamos salido sanos y salvos, incluido Juampi.

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Así de mal lo pasábamos, con unas vistas horribles, en el rooftop de David

Y, ¿después de casa de David? Pues la cosa sigue el mismo estilo. El “problema” es que en casa de David se bebe mucho (normal, con esas vistas), y claro, beber mucho da ganas de pipí. Y cuando el pipí llega estás jodido, sobre todo si en la puerta de la discoteca hay cola. Pero un buen español borracho tiene recursos para todo, por lo que un buen español borracho se va al parking de enfrente y hace pipí ahí. Lo que no sabe el buen español borracho es que a la policía neoyorkina no le gusta que los buenos borrachos españoles hagan pipí en los parking, por lo que la policía neoyorkina viene con 2 coches y las sirenas puestas, probablemente dispuesta a tirotearte sin darte tiempo si quiera a morir con la bragueta subida.

Por ello, un buen español borracho, que ha visto muchas películas, decide correr como alma que lleva el diablo, saltando por encima de un coche, cayéndose, rompiéndose sus pantalones Levis que había comprado esa mañana (nota: Levis en EEUU es como el Zara en España), cruzando una avenida de doble sentido y 3 carriles por cada lado con el semáforo en rojo –coches pitando, frenando e insultando, por supuesto-, y recorriendo 3 manzanas más para luego caer rendido y sólo entonces darse cuenta de que los policías ni se habían bajado del coche…

Lo bueno es que, aun con los vaqueros rotos, las discotecas en NY eran increíbles. Como cuando vas a The Box, un antiguo teatro reconvertido en discoteca -donde el bueno de Chuck Bass le hizo una fiesta a Blair en Gossip Girl- con espectáculos cada hora. Igual te tocaba un baile eróticofestivo que te sale una señora cortándose la piel con un cuchillo carnicero y chupando su sangre; o claro, igual ibas el día que yo fui y resulta que el último espectáculo sorpresa era la actuación del jodido Snoop Dogg, ahí a 2 metros de mí, con un abrigo de visón y gafas de la Mosca, que sale, canta 3 canciones, y se larga. Y todo, con entrada gratis y bebidas gratis dentro.

Como comprenderéis, eso es muy bien.

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Pero el caso es que, por buena que fuese una discoteca, lo mejor siempre estaba por llegar: el metro para volver a casa. Qué vamos a decir del metro que no hayamos dicho ya… Juro que si cobrasen 20 dólares con consumición para entrar en el metro, se llenaría igual, porque merecerían la pena. Ya he hablado de muchos espectáculos esperpénticos del suburbano, pero he de reconocer que, durante mis últimos días, fui yo el típico borracho infame que montaba el soberano espectáculo.

Para empezar, me convertí en la clase de persona que siempre he odiado, quedándome dormido en el metro. En principio, no habría ningún problema si mi amigo hubiese estado despierto para despertarme al llegar a nuestra parada, pero la cosa cambia si él también se duerme…

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Qué haríamos sin Alba, que por cierto es la que más veces se ha quedado dormida en el metro…

Pero cabezadas aparte, uno de mis últimos días fui protagonista involuntario del espectáculo diario del metro: estaba yo, ssssolo, escuchando cómo la pareja del al lado hablaba del MoMa, y de lo relativo que puede llegar a ser el “arte” moderno. Ante ello, se me iluminó la luz de borracho/gigolófrustrado y tuve que intervenir, diciendo que para mí, el arte moderno suele ser una caca, y que ELLA (la chica rusa que estaba enfrente de mí), era mucho más arte que la mitad de cosas del MoMa. Obviamente, como de arte moderno, ni me interesa, me daba igual su conversación: yo lo que quería era morir matando en Nueva York.

Por tanto, mi único objetivo era el ligar con la chica rusa. En cosa de 2 minutos, el vagón entero empezó a opinar sobre la chica rusa, pidiéndole que se levante para poder juzgarla, algunos más severamente que otros, y comparándolo con obras de arte más convencionales. La pobrecita se asustó y se bajó en la siguiente parada. Yo le pegué el grito, que si se viene a mi casa y tal, pero la idea no le convenció… Están locos estos romanos… Digo, estos rusos.

No obstante, en mi defensa he de añadir que el arte moderno a veces es una forma de quedarse con el personal, de estafar al pueblo. La prueba está en que estos tres cuadros BLANCOS del Moma están valorados en decenas de miles de dólares:

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SÍ, CUADROS BLANCOS, ASÍ, A PELO, COMO EL TOBILLO DE INIESTA EN NOVIEMBRE. SÍ, DECENAS DE MILES DE DÓLARES. Manda narices…

El arte moderno llegaba a mandar narices sí, pero lo que realmente mandaba narices, las narices más grandes del mundo (supongo que una mezcla de griegas e italianas) era que lo bueno se había acabado. Habíamos despertado del sueño, nuestros 70 días en NYC, los 70 días más increíbles de nuestras cortas pero intensas vidas habían llegado a su fin…  Pero bueno, como diría Queen, show must go on, así que no quedaba más que darle las gracias a Nueva York por esas semanas tan extremadamente completas, que recordaremos todas nuestras vidas. See ya soon, buddy!

Y para aquéllos que hayáis leído todas nuestras historietas: son todas reales, alguna un poco edulcorada para facilitar el entretenimiento, pero todas reales.

Mucho amor para todos, desde la ciudad que nunca duerme…

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’70 días en NYC, parte III: la traca final’

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