Un país a fin de cuentas, no es otra cosa que una legendaria fuerza emotiva, una abuela trascendental que de pronto nos recuerda quién manda en la casa, y rompe los platos.
Juan Villoro.
En mi transferencia de la infancia a la adolescencia me creí un hereje. Fui monaguillo y el Monseñor Porras -Dios lo tenga en la gloria- me botó de la iglesia porque, después de la misa, agarré a trompadas al otro monaguillo oficiante apenas entramos a la sacristía (no recuerdo por qué). Adiós a las tardes de los miércoles cuando el rosario salía con perfección de diácono desde mi boca frente a un nutrido grupo de abuelitas. En aquellos días estrenaron la serie televisiva “La Profecía” y en más de una ocasión me busqué el triple seis en el cráneo, pero nada, yo no era el bicho. Luego, unos años después cuando sentí el primer temblor de la tierra en mi vida, me dije, “definitivamente lo soy”. Era la hora del almuerzo y rechacé la comida con un gesto de incordio, soberbia y retrechería adolescente. Mi abuela me dijo, textualmente, “Dios te va a castigar”, y acto seguido las paredes comenzaron a bailar lambada, los adornos de porcelana y cristal a zambullirse contra el suelo, y el edificio a soltar un extraño eructo volcánico que subía a través de las columnas.
Esa fue la primera experiencia, entre otras. Las más reciente, ya medio encaminado en la vida, fue de madrugada. Le pregunté a mi esposa “qué te pasa”; “nada, por qué”, “deja la movedera”; “yo no me estoy moviendo”. Y como dando respuesta a lo que estaba sucediendo, las ventanas panorámicas de la habitación comenzaron a batirse en una suerte de ensayo de película de terror. En fin, así van las anécdotas, pero contadas con maestría, gracias a la pluma de Juan Villoro en 8.8: El miedo en el espejo.La odisea de un selecto grupo de personas ligadas a la literatura, entrelazadas gracias al pavor que les generó el devastador terremoto en Chile.
Villoro rememora y cuenta, mientras hace de esa terrible experiencia, una entretenida crónica, que a ratos te arranca una medio sonrisa, y otras tantas, tragar grueso, a la par que la reflexión se hace inmediata. No obstante, por más pensamiento que se le dedique a esto, qué se puede hacer ante un impredecible fenómeno como éste. ¿Correr, rezar, resignarse? Todo esto y nada. La suerte termina siendo un factor definitivo para conservar la vida o no. Tal como le sucedió a este grupo de amantes de la literatura que vivió para contarlo.
Ya había leído la experiencia de estos hechos desde la perspectiva de la ilustradora Rosana Faría en la revista Libreros. Cualquier cosa que pudiera contarse, bien por Faría, bien por Villoro, queda corta ante la certeza de nuestra pequeñez delante de la naturaleza. Así dice con precisión: Las réplicas más fuertes de un sismo son psicológicas... Lo que el miedo destruye no se recupera en forma integral. Y esto que dice Villoro, amén de aplicable a esa dura experiencia, tan bien funciona para esos momentos de tensión extrema en donde la vida está jugando cara o sello.
En 8.8: El miedo en el espejo, la incertidumbre y la fragilidad ante la vida están ahí, en cada línea; el desespero por no poder llegar a casa; la ineficiencia de algunos países para rescatar a sus ciudadanos y la pericia de otros ante la emergencia; el sentido de unidad que brota en algunos para ayudar y la fría mezquindad de quien no mira para los lados. Sin duda, esta es una crónica que sobrepasa lo emocionante, que toca la fibra más humana del hombre cuando ve su vida amenazada. Este libro se lee de una sola sentada: el ritmo que Villoro le da a la historia te lo pide.
Aquí unas breves frases que son de antología:
Los terremotos son inspectores de la honestidad arquitectónica.
Los terremotos representan un striptease moral.
El vértigo ha dejado de estar en las profundidades. Hay que tomar lecciones de abismo para habitar la superficie de la tierra.