Encaremos la cuestión necesaria luego de las reflexiones anteriores. En definitiva, habiendo pensado la relación forma-estructura como un lugar construido históricamente pero no por eso menos imaginario, esta cuestión con la que intentamos dar consiste, primero, en ubicar de una vez dónde están los cimientos de la música. Para sintetizar lo dicho, estos cimientos consisten más en los modos de producción y reproducción, en la forma de relacionarse del público con la experiencia sonora que en las cuestiones de la forma y el contenido. El mercado de la cultura de masas ya lo ha entendido bien, pues la forma y el contenido de sus productos están destinados a fortalecer una relación de consumo, a definir esa relación a partir de la masividad. Ninguna música ni experiencia sonora escapa de plantear una relación con su público. Aquellos artistas cuya obra no esté atravesada por esta cuestión, están destinados a engrosar las filas del artesanado anacrónico o a delegar esta función crucial a algún gestor, empresario, programador o institución que construya un espacio de legitimación y, a partir de la obra de otros, constituya su posición de poder.
Lo que completa esta cuestión es la pregunta por lo que puede hacerse como artista para construir esta relación desde la obra. La música de concierto se encuentra con la urgencia de la problemática de su medio de presentación, que es el espacio que delimita a esta música: el escenario. Frente a otras posibilidades de reproducción de la música que plantean la posibilidad de una presencia virtual (es decir, para quien la consume, poder escuchar la música y parar de hacerlo en cualquier momento, escuchar sólo trozos, seleccionar el propio tracklist con cualquier tipo de criterio), la situación aurática de la música de concierto pierde en practicidad y debe justificarse por otras cuestiones. En este sentido parece recobrar importancia el teatro musical, que propone al escenario como algo necesario para la vivencia de la obra y se opone al argumento tradicionalista de la sala de conciertos como lugar que legitima la música, que la haría superior. El teatro musical entonces supone un intento interesante de diversificar la labor del compositor y sacarla del lugar de prestigio, teniendo este que encargarse de otras cuestiones que, tradicional e históricamente, no le atañen. Es decir: supone un posible alejamiento del problema de la forma, dirigiéndose hacia otras problemáticas. De cualquier modo es muy difícil dar con obras de teatro musical que planteen una relación necesaria, no divisible, entre música y escena. Esto tiene que ver con que el teatro y la música son cosas diferentes, no en sí sino por la historia de ambas prácticas. Para el teatro musical el desafío es encontrar una coherencia y una potencia de discurso suficientes como para dar con un producto que justifique el uso de la escena por fuera de lo esperable para la música en un discurso sonoro. Es decir, que una no esté en función de la otra sino que sean lo mismo. De otro modo se incurre en la multidisciplina, terreno en el que acechan siempre los peligros de la inocencia.
Quedan cosas por hacer en la sala de conciertos. Si fue con Cage que descubrimos cómo el tiempo rige a la música en el concierto, tanto desde la vivencia de su obra como desde un posible análisis y una lectura de sus escritos, también con él y Duchamp entramos en contacto con cierta estética de la indiferencia a través de la aleatoriedad. El planteo de Cage constituye un extremo opuesto a la preocupación por la forma y el contenido, aunque existan lecturas que se empeñan por hacer parte de la discusión al planteo cageano. De Cage podemos rescatar la posibilidad de encontrar, organizar y poner en relación materiales desde una lógica cualquiera. La aleatoriedad para Cage viene a poner una distancia con el yo y sus decisiones, lo que puede verse como una crítica a la figura del compositor históricamente construida. Hoy sería un error plantear una música en oposición a esa figura a la vez que se afirma su caducidad. Entonces hay que concentrarse en otra cosa, transformar esta estética de la indiferencia en una estética de la inocencia, componer para la sala de conciertos poniendo en relieve la superficie de la música, no necesariamente haciéndola más simple sino desplazando esa problemática del centro del planteo musical a través de la proposición de la música como un lienzo. No en el sentido del lienzo temporal: pensar la música de concierto como esa situación en la que hay un público presente poniendo su atención en la escena (y en lo que se espera de ella: sonido) y pensar esa atención no como tensa sino como desplegada a la manera de un mantel en una mesa, de una tela en un lienzo, pero quizás como una mesa sea mejor, porque allí podemos posar cosas o quitarlas, ponerlas a la vista y dejar que ellas nos digan por qué están allí. Curar lo que sea que ponemos allí a través de un criterio. Y encontrar este criterio, este gusto, poniéndonos en otro lugar de la creación: el de quien indaga en su gusto, quien lo pone a prueba, lo estira y lo da vuelta, lo contrae o lo ignora para hacer hablar a los materiales, para hacer que ellos propongan o vayan armando con esa inocencia la forma de su encuentro. Algo así, idealmente, imagino como un modo posible de relación entre las personas. Quizás por esto es que todo lo que escribí hasta aquí se constituye oponiéndose a otra experiencia anterior: para pensar por dónde ya no ir y dejar lugares abiertos donde explorar, no desde la abstracción del pensamiento sino desde la experiencia de poner en juego la inocencia, el gusto adquirido o no, sin demasiada reflexión al respecto de los materiales pero sí pensando la relación con quien los vivencia.