No son pocas las ocasiones en que la gente me pregunta: "Pero, por muy psicólogo que seas ¿qué le dices a alguien en esa situación?", "¿cómo vas a poder ayudar a una madre que acaba de perder a su hijo?", "¿Yo no sabría que decirle?",...
La angustia que se trasluce detrás de estas preguntas proviene de que ya anticipan una intervención protocolizada, conformada por explicaciones, o instrucciones, o ejercicios de algún tipo. Y siguiendo esta lógica, efectivamente, nadie puede resolver el problema de la doliente (eliminar el dolor de la pérdida), y menos aún devolver a la vida al fallecido. El error está en que no contemplan que la estrategia de afrontamiento se trate de lo contrario: de un no-hacer. Quiero decir que la intervención no es acción; es actitud.
Desconocen que el acompañamiento a esa persona en duelo se centra en sostener el dolor de esa persona (exactamente, es eso, un acompañar), y durante ese tiempo ayudarla elaborar sus propios recursos para aceptar la pérdida.
La aceptación, por definirla concisamente, consiste en reconocer y permitir nuestras experiencias internas (emociones o sentimientos, en nuestro caso), en lugar de resistirnos y tratar de cambiarlas. Esto es, asumir que el dolor que siento es real; lamentablemente, también es natural (ojo, que no es sinónimo de bueno ni positivo); y ha de aprender a manejarlo para tratar de digerirlo.
Cuando explicas esto, tu interlocutor, normalmente reacciona con un bufido, más o menos disimulado, de desaliento. Una especie de "¡pues vaya ayuda!", como aplicando el refrán "para ese viaje no hacían falta alforjas". O como dirían en mi pueblo: "Eso y na, es lo mismo".
¡Pues no! ¡No es lo mismo! En primer lugar, por que ese acompañamiento en un momento tan terrible es particularmente necesario y nutritivo (emocionalmente). En segundo lugar, por que permite orientar a la persona a tomar el camino más recomendable (que ella tomará o no, pero será ella quien tome su decisión). Y en tercero, de cómo resuelva ahora este problema dependerá cómo lo viva en el futuro. Se convertirá en un tema tabú, del que no quiera hablar por que aún duele, que la persona seguirá evitando u ocultando, sin percatarse de que sigue quemando. O bien, podrá encajarlo en su vida, asumir la pérdida con toda su injusticia y todo su dolor, pero habiendo reparado la herida, de manera que en el futuro pueda hablar y recordad al fallecido, y por tanto, también honrarlo.
La aceptación puede ser una noción sutil, parecer indolente, y no tener tanta fama como la acción directa. Pero es absolutamente válida cuando se necesita. Y muestra de ello es que tradiciones milenarias como el budismo (Oriente) o la filosofía estoíca (Occidente) la tienen como uno de sus principios fundacionales.
La vida incluye cosas que nos gustan y otras que no. Cosas que podemos cambiar y cosas que nos superan ampliamente. Pero todas forman parte de nuestra existencia. El Budismo pone énfasis en que, por que pueda ser aceptar lo que no queremos que sea verdad, negarlo o hacer como si no existiera solo causa más sufrimiento. Es necesario abandonar las expectativas irreales por que son las que alimentan el sufrimiento. Por tanto, la a ceptación radical no implica sumisión ni resignación pasiva, sino que abre el camino a la resolución de los problemas.
Que dos corrientes filosóficas tan antiguas y distantes coincidan tan nítidamente en uno de sus pilares doctrinales no puede ser casualidad. Solo que, con la aceptación sucede lo mismo que con conceptos como la paz, o la libertad, o los niños obedientes. Pasan inadvertidos por que sus opuestos (la guerra o el sometimiento o los niños disrruptivos) hacen mucho ruido, incordian, y reclaman nuestra atención. Pero las primeras son las necesarias, las que merecerían tener toda nuestra consideración.