En casa nunca faltaron libros. Ocupaban un par de baldas altas de un mueble grande de salón pensado para que escondieran vajillas, mantelerías y botellas de licores variados. Recuerdo una Biblia escandalosamente voluminosa (con el albarán de pago entre sus páginas, a modo de recordatorio del precio de la fe) y algunas novelas de Agatha Christie publicadas en España por la editorial Molino. No vi nunca a mi padre con ninguna en las manos. Ni con la Biblia. Achaco al trabajo ese desafecto. No podía dar más de sí. Cuando se le permitió esparcirse, probablemente estaba ya lo suficientemente cansado como para entretenerse en otras distracciones. Mi madre, sacada de la escuela con edad de ni percatarse de esa barbarie, no era de libros, salvo para pasarles un trapo y retirarles el pertinaz polvo.
Me acompañan todavía algunos de esos títulos, pero he borrado la mayoría: Tres ratones ciegos, El asesinato de Rogelio Ackroyd y, más rutilante que las demás, por ser la primera que leí, El misterio de las siete esferas. Gente de clase que juega a los naipes y comete asesinatos, lo de siempre. Puestos a afinar, quizá sea la primera novela de la que tengo memoria, la primera leída y disfrutada, probablemente, y no fue en esos años, poco dado yo aún a lecturas. Si se me pregunta por ese libro, no tengo ni idea de qué iba, aparte de algunas imágenes (las cartas, el muerto), tampoco voy a desmontar mi ignorancia buscando la información que me falta. Está bien esa nebulosa, un poco imprecisa y un poco sentimental, que no me ha abandonado en todos estos años. Luego leí muchas más hasta que esa literatura, previsible y encantadora, me cansara y mi voracidad lectora deseara nombres de más peso (qué será eso del peso) o de más pedigrí, no sé. No le falta peso ni pedigrí a la señora Christie, ni mucho menos, cuando la acogí y me deslumbró.
Hizo por muchas generaciones algo maravilloso: fomentar la lectura. Como una J.K. Rowling menos mercantilizada. No es fácil ese asunto; no es fácil ahora, pero tampoco antes, en mi época, cuando había menos oferta de ocio electrónico (por no decir ninguna) y abundaba la calle, que era la restitución más fidedigna de la épica que ahora sólo es posible encontrar en los videojuegos o en la Marvel, si no eres adicto a las sagas de la mitología nórdica o al inagotable tesoro grecolatino. Agatha Christie odiaría estos tiempos, no le producirían nada más que repulsión. Los muertos de ahora no son como los de antes; por supuesto, los muertos de la novela policiaca (no llegaba a negra) de Agatha Christie no se parecen en nada a los que la pueblan ahora. Los muertos en la literatura son un indicador de su matrimonio con la sociedad: cada una tiene los suyos, más o menos extraídos de ella, consecuencia de su vértigo y de su fiebre, del estado criminal de las cosas. Siempre hay muertos en las novelas, aunque no haya cadáveres, pero en las de la Agatha Christie son muertos estupendos. De esa presencia rumbosa de difuntos (asesinatos, ya entienden ustedes) procede una larga tradición posterior, la del whodunnit, ese quién lo hizo que nos convierte en Poirots o en Miss Marple o en el precursor Dupin de Edgar Allan Poe.
A mi amigo K. le cansaron en su tiempo las novelas de pesquisas, en las que te ponen a pensar más de lo que sueles, por si eres capaz de encontrar al asesino. En todas las tramas de Agatha Christie importa menos la naturaleza del infractor, las razones por las que cometió el delito o su peso moral que la puesta en práctica de un método científico, que viene de atrás, que viene de Chesterton o de Conan Doyle, que recorre La piedra lunar, una de las novelas favoritas de Borges y, a decir suyo, la más larga y probablemente la mejor de todas ellas. Yo, cuando pienso en Agatha Christie, pienso también en Mark Twain. No hay un porqué. Arguyo, por el placer de argüir, que en la balda de aquel mueble del salón de mi casa andaban a la gresca Tom Sawyer y Huckleberry Finn, pero no podría afirmarlo. La memoria tiene trampas, la memoria hace que creas cosas que no fueron, la memoria es un mal bicho. Leí, también ahí es posible que la memoria me engañe, que esta señora escribió más de 60 novelas, de las que he leído muchas, y que ha vendido más libros que nadie, si exceptuamos a Shakespeare y ese libro que no es un libro, sino algo más, la Biblia. A Raymond Chandler no le parecía la buena autora que otros perpetradores de novela policíaca decían, pero yo soy más de Hercules Poirot que de Philip Marlowe, por mucho que me encandile el cine negro.
Fue la incansable dama del crimen durante buena parte del siglo XX y la madre de Hércules Poirot, un señor fundamental en la literatura policiaca, bosquejado en la época en que su autora fue enfermera voluntaria en la Bélgica de la Primera Guerra Mundial y de la insufrible Miss Marple, otra criatura de recia consistencia, inasequible al desencanto, perspicaz como un ratón que haya olido el lejano queso. Fue, a decir de muchos, una escritora mediocre, de la que jamás se jactaría un lector avezado, pero con la que disfrutaría cualquier lector consciente de la lectura misma, de lo que la literatura popular provee y de toda esa gloriosa ocupación privada que consiste en dejar que alguien con más imaginación que uno lo haga espectador de una trama impecable en la que el muerto de rigor siempre acaba delatando a quien le impuso esa condición irresoluble. Una de las mejores cosas que le pueden pasar a alguien que anhele el goce primario de la lectura es que desees no dejar de leer, no permitir que la realidad reemplace la realidad primaria, la de la vida.
No presumía Agatha Christie de amar la escritura de sus historias: lo que de verdad le fascinaba era pensarlas, darles cuerpo en su cabeza. La transcripción posterior la consideraba un peaje necesario y, vista su ingente obra, no creemos que insoportable. Tenía la costumbre de anotar constantemente cuanto se le ocurriera para que la construcción de la trama detectivesca adquiera la consistencia suficiente para que el resto de la historia (todo lo que no es estrictamente pesquisa policiaca) fluyera hasta que adivinara un final que cerrara exitosamente todas las páginas previas.
Hay veces en que una historia que no le pertenece parece enteramente suya. Basta un pintoresco pueblo inglés, un matrimonio celoso de su intimidad que acepta la visita de un lejanísimo pariente, un farmacéutico muy hábil en la elaboración de brebajes letales y un aburrido caballero de impecables modales y más que cuidada vestimenta que casualmente pierde un tren a altas horas de la noche para que pensemos en que por ahí anda Agatha Christie, aunque la novela la firme un completo desconocido. Sabe uno que esas novelas seguían un patrón estricto, ciertas convenciones que casi nunca se desvían del escenario previsto: un muerto y un alegre corro de sospechosos. Y era tan escrupulosamente lógica la manera en que se desvelaban los indicios que inculpaban al asesino. El lector, en ese juego, era un invitado incómodo. Más que disfrutar del artefacto narrativo, el lector se arroga la resolución del conflicto. No hay nada inocente, todos son culpables, cualquier pista puede ser capital o baladí. La virtud de Agatha Christie es la de montar un mecano asombroso en el que ninguna pieza sobra. Hay un espíritu de limpia honradez, de respeto al lector. Ese es uno de sus mayores méritos. Otro asunto que fascina de sus novelas es la facilidad con la que nos hace sentirnos involucrados en ellas. Es a nosotros a quien se nos cuenta la historia, somos nosotros los requeridos a despejar las incógnitas para que brille (arrebatadora) la resolución del caso.
Como mi adorada Patricia Highsmith, Agatha Christie hace del mal una virtud estética, lo cual ya lo dejó escrito Thomas de Quincey. Cuando Highsmith se decanta por lo turbio, Christie prefiere la llaneza: todo el aparato narrativo está al servicio de la historia, la forma es secundaria, el lenguaje debe ser despojado de cualquier alambique. La educación en Agatha Christie, ese refinamiento, esa cortesía, esa frialdad en la exposición brusca de las pruebas, hace que sus novelas no requieran un gasto mayor que el de la atención. Además rehúye el miedo, se ve una intención clara de que no haya nada excesivamente inconveniente, ninguna crueldad que nos incomode más de la cuenta. La sangre no tiene ninguna responsabilidad en la consecución de una trama atractiva. Sólo cuenta el fervor hacia la perfección dramática de la señora Christie. Es irrelevante que no haya un dibujo psicológico de los personajes o que no pretenda ni por asomo escapar de un cliché en el que, por otra parte, se sentía absolutamente cómoda. En todo caso, hizo por la lectura lo que a casi nadie se le concedió: embelesarnos, hacer que el tiempo exterior (el que no sucede en el libro) se cancele y nos invite a visitar el otro, el de la literatura, el de las historias.