La amabilidad es una de esas cualidades humanas (virtudes, se les llamaba en mi infancia) a las que nunca se les ha prestado mucha atención, o sencillamente, han sido infravaloradas. Así al pronto, mi imaginación me la dibuja como un niña pequeña, educada y discreta, sufrida y nada exigente, que forma parte de la gran familia de grandes virtudes sobre la que han reflexionado todas las religiones y escuelas filosóficas a lo largo de la historia (como son la honestidad, humildad, justicia o equidad, solidaridad, etc.) pero que siempre se ha encontrado ensombrecida por su hermana mayor, la generosidad, y a quien, normalmente, nadie presta atención en la reuniones familiares.
Esta sociedad, en que la prisa es la norma, la competencia la directriz suprema a seguir, y el individualismo el credo omnipresente, nos convierte en seres distantes e indolentes, cuando no huraños, y es precisamente en este entorno en el que la capacidad de ser amable emerge como un inestimable instrumento de conexión humana.
Que una cualidad no tenga efectos inmediatos ni poderosos, no debe confundirse con resultados estériles ni es sinónimo de ineficacia. La amabilidad es fácil, sutil, diría que hasta elegante. Es una actitud que todos tenemos disponible y cuya ejecución nos supone un coste mínimo. Cumple con el clásico axioma del tendero de nuestro barrio: buena, bonita y barata. La amabilidad requiere de muy poco esfuerzo, y sin embargo, es capaz de derribar barreras emocionales y construir puentes entre las personas.
Se plasma en pequeños gestos que emanan de la bondad, el respeto y la empatía hacia los demás (personas, animales o cosas). Referido a los seres humanos, su principal valor es establecer nexos de unión; reforzar la conexión que nos une a los demás. Porque cuando tenemos un gesto amable con alguien, el primer mensaje que le transmitimos es de reconocerlo como un igual. Ni vamos a invitarlo a nuestra casa, ni probablemente le hagamos un favor mayor, pero estamos diciéndole que le aceptamos como ser humano. Implícitamente, también le estamos mostrando un respeto, el que merece cualquier persona por el hecho de serlo. De forma que, un acto amable tiene el valor añadido de dignificar al receptor, y en la misma proporción, al emisor.
Cierto que muchos de los actos amables que podemos realizar a lo largo del día nos han sido enseñados, inculcados, e incluso carecer de sustancia al haberse convertido en un mero formalismo, pero, aun así, el efecto dignificante en la otra persona se mantiene.
Párense a pensar esto: Desde el momento en que abrimos los ojos cada mañana, tenemos que resolver asuntos. Desde planificar el día (o recordar lo que ya habíamos programado) a solventar dificultades o imprevistos de mayor o menor calado. Una vez despiertos ponemos en marcha la maquinaria de hacer cosas (ocupaciones), y también la de resolver cuestiones futuras (preocupaciones). Y eso nos sucede a todos y cada uno de nosotros.
Incluso la persona que nos pueda parecer más atractiva, adinerada o feliz, tiene que resolver sus problemas; que igual a nos parecen trivialidades, pero para ellos es lo más importante de su vida. Y de solventarlos bien depende su valía, su autoestima, su bienestar...
En resumen, es importante ser consciente de que toda persona con la que te cruzas en la calle, ves sentada en una cafetería, conduce su coche mientras cruzas el paso de cebra, se sienta junto a ti en el autobús o ves realizar su trabajo, está librando una batalla interior (o varias) de las que nosotros no sabemos absolutamente nada, pero que es decisiva para su bienestar, y a veces, su existencia. Todos tenemos que lidiar con nuestros problemas, sean reales o imaginarios, sean presente, futuros o pasados, y cuando finalizamos una batalla, se inicia la siguiente. De manera que...
Se amable.
Con todo el mundo.
Siempre.