Sara Lovera
SemMéxico. 31 de enero de 2016.- Si estuviéramos de acuerdo que el feminismo es, además de la tarea por conseguir derechos y justicia, una transformación personal, fundada en la comprensión de que todas, aun la que mejor se sienta, estamos en un mundo patriarcal y que habrá que salir de ahí poniendo en el centro la libertad y la eliminación de la opresión, si ello es cierto, el balance del feminismo en estos días es mediocre.
Ni fueron heroínas trascendentales y enfrentadas nuestras ancestras, que en efecto, dejaron huella y pusieron los primeros pisos para avanzar en la educación y la formación de mujeres para la libertad; ni fueron sencillas las tareas de las sufragistas que creían que un mínimo de justicia para darnos derechos iguales en la cosa pública, desde finales del siglo XIX hasta los años 40. Tampoco es despreciable la tarea de gestoras que muchas mujeres hicieron en las siguientes décadas, que ni conocemos.
En los años 70 pusimos en duda todas las instituciones, las que no han desaparecido, pero eso ni es avance ni es retroceso, es un programa incumplido.
No podemos juzgar con lo que hoy conocemos a mujeres que auténticamente creyeron en la Revolución Mexicana, ni aquellas que de pronto se dieron cuenta de su traición y se fueron a las filas del zapatismo o tuvieron una permanente crítica a la injusticia social, pero creían que ser madre era lo máximo.
¿Cómo evaluamos? En el fondo o somos complacientes o demasiado exigentes. ¿Quién tiene el feministómetro? ¿Y quién puede juzgar cada época?
Lo cierto, desde mi perspectiva, es que las mujeres mexicanas no somos de Marte; por nuestras circunstancias históricas en varios momentos hemos sido vanguardia; no somos seres extraños, fuera del mundo, por lo tanto humanas, hemos enfrentado mil batallas: algunas han sido verdaderamente certeras y nos han dejado huella; otras han sido magníficas, como las organizadoras que lograron avances en su época; otras han sido muy estudiosas y nos han dejado reflexiones históricas importantes, testimonios como los de varias mujeres de los años 40 que empiezan a conocerse y estudiarse.
Pero sin duda hemos estado en la vanguardia muchas veces. La primera Ley del Divorcio (1915) no fue gratis; el Primer Congreso Feminista en 1916; el Primer Frente Plural (1935), cuando se anunciaba la Segunda Guerra Mundial; los primeros centros de atención a la violencia; las escuelas de niñas; las discusiones culturales en un Ateneo que no hubo en ningún otro lugar y nuestra vocación democrática, pacifista, por las pobres y las indígenas.
¿Quién puede relevar que discutimos acaloradamente, o que no hemos logrado avanzar lo deseable? Decir que hemos retrocedido, es quizá un tema polémico. Yo no me atrevo. Lo que sí creo es que hay identificados algunos problemas en este sistema que no avanzan, pero aún y montones de expresiones de derecha, todavía no es posible dar por muerto al estado laico, ni es posible pensar que estamos como en 1910, cuando hay diputadas y senadoras por todas partes; candidatas, más de mil instancias municipales de la mujer e instituciones.
Lo que sí es cierto es que están algunas ahí y otras no. Que no hemos conseguido, juntas o separadas, entrar de lleno a incidir en el cambio de conciencias, porque estamos entretenidas en nuestros propios programas. ¿Qué hemos hecho en los medios? Muy poco de fondo, no tenemos feministas expertas en campañas, o publicistas magnas; no tenemos aliadas fuertes en la televisión, con gran público, algunas incursionamos con nuestros puntos de vista, un segundo; debíamos tener aliadas fuertes y comprometidas, no existen.
Tampoco hemos logrado tener aliadas en la radio y en la prensa; no hemos incidido en el movimiento magisterial, lleno de mujeres; no hemos logrado organizar una masa crítica que llene plazas y zócalos contra el feminicidio y la violencia contra las mujeres, nos hemos perdido en las batallas menores, y en pequeños triunfos personales o de nuestra causa.
Tampoco hemos producido juntas una editorial, ahora un solo canal de comunicación, para llegar a ellas, a las que no están en nuestra discusión y viven luchando por sobrevivir, contra la violencia cotidiana en sus casas y lugares de trabajo, las que en la urgencia son verdaderas heroínas levantando negocios y saliendo de sus casas a buscar su propia autoestima.
No niego nada de lo que hemos sembrado. Niego que “siempre hay que quejarse”, una y otra vez, sin hacer nuestra tarea, sin modernizarnos, sin ser democráticamente analíticas; si es claro que en este sistema, consustancialmente, hay injusticia, por qué no trabajamos en otras pistas para derrocarlo. No, claro que no. Nos gusta el poder, codearnos con las poderosas, pero ser muy “radicales” y criticarlas; no sabemos cómo se come la tierra hirviendo de los campos de México pero quien allá va, “es una traidora”; no sabemos cómo enfrentar una asamblea de un partido, pero seguro que las que van sólo “quieren un poder” y luego argumentos más o menos, eso no sirve porque “no es mi verdad, ni mi programa”, y me pregunto si eso no es prepotencia.
No. Tenemos que abrevar del feminismo democrático, de su teoría y sus enseñanzas, a favor de la templanza, la fuerza, la justicia y, sin transigir nunca, de verdad pelear día a día porque ninguna mujer esté excluida o sea maltratada o asesinada.
Difícil, pero posible. Así se duerme después, a pierna suelta.
¿Por qué no intentarlo?
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