Decía el otro día Dolores de Cospedal, y lo decía sin mutar el rictus, que en el Partido Popular “el que la hace la paga”. No es cierto, por supuesto. En el Partido Popular el que la hace no solo no la paga, sino que recibe con frecuencia el indulto del partido, su abrigo de silencio y en muchos casos, su protección. No mueve a esta afirmación la bilis vaga y poderosa que los españoles acumulamos ante el show inagotable de nuestra política, sino el simple registro histórico del propio caso protagonizado Luis Bárcenas, que para mejor pirueta y mayor esperpento, era de quien estaba hablando Cospedal. Es decir: si en el partido de la gaviota quien la hiciera la pagase, es posible que el propio Bárcenas no estuviera en la formación desde hace más de 20 años, y desde luego muy probable que no llegase a tesorero. No hace falta recurrir a otro ejemplo.
La razón está en que la última vez que el Partido Popular parió sus tripas negras a la opinión pública Bárcenas ya hizo un cameo enmarañado en ellas. Contada deprisa y corriendo, la historia se remontaría a un escenario tan evocador como la droga de Valencia de finales de los 80. Allí vivía literalmente y obraba presuntamente un tal Rafael Palop, de profesión abogado, a quien la policía decidió investigar un buen día —a principios de 1989— no fuera a ser, vete a tú a saber, que estuviera metiendo cocaína en el país en plan a lo loco.
Le pincharon el teléfono de su despacho, pero resultó que Palop lo compartía con su hermano y que su hermano, alehop, no era otro que el también letrado Salvador Palop, a la postre secretario general de Alianza Popular en Valencia, concejal en el Ayuntamiento y responsable de la comisión de —atención, sorpresa— urbanismo. Y pegando la oreja la policía se enteró de que Salvador, ahí donde le ves, había montado una trama de financiación ilegal junto al tesorero nacional del partido, Rosendo Naseiro, y su extesorero Ángel Sanchís. Todo esto, supuestamente.
La razón de que un concejalucho de provincias compartiera café, puro y tejemanejes con señorones de tan orondo huevo en Madrid está en que Palop, joven promesa de lo suyo, era también secretario general del Club Liberal de Valencia y formaba parte oficiosa de lo que se dio en llamar el clan de Valladolid, la familia política que por esas mismas fechas —finales de 1989— aupó a José María Aznar al trono popular. En ese mismo grupo informal estaban, por poner un ejemplo, Eduardo Zaplana, Ana Mato o Pilar del Castillo.
En abril de 1990 detuvieron a Naseiro, Sanchís y Palop y reventó como un clavel cordobés el llamado caso Naseiro, que para no defraudar al respetable llegaba hasta la mismísima torre del homenaje de Génova 13. El entonces vicesecretario general del ya Partido Popular, Arturo Moreno, dimitió después de que trascendiera que aparecía en las grabaciones del sumario hablando con Palop del reparto de comisiones ilegales y manifestando su deseo explícito de controlar financieramente el partido. Y atención, que ahora viene el cameo. En esa misma conversación, Moreno mencionaba a un “gerente” de nombre Luis Bárcenas comentando su buena relación con él, a lo que Palop replicaba: “Tenemos que copar la tesorería, ¿eh? Tenemos que coparla de verdad”.
Posteriormente se supo que, en otra de esas grabaciones telefónicas, el entonces presidente de la Diputación de Valencia, Vicente Sanz, le anunciaba a la posteridad —encarnada al otro lado del aparato por Eduardo Zaplana— su edificante concepto de la res publica y del papel que jugaba en ella. “Yo estoy en política para forrarme”, dijo Sanz.
La investigación interna que Aznar encargó entonces al senador Alberto Ruiz-Gallardón —cuando Ruiz-Gallardón era un pipiolo afuncionariado y su apellido iba sin guión— determinó que ni el padre fundador Manuel Fraga ni el propio José María estaban in the garlic, recomendando al efecto que plin y santas pascuas. Aznar dimitió a Moreno y le dio su cargo de vicesecretario nacional a un tal Mariano Rajoy. No sé si les suena.
En junio de 1992, sin embargo, todos los imputados del caso Naseiro fueron absueltos. Las grabaciones que demostraban los presuntos delitos fueron consideradas nulas, ya que se habían ordenado en la instrucción de otro caso —el de narcotráfico— y por lo tanto, se habían efectuado sin supervisión judicial. En la sentencia el Supremo consideró en 20 páginas de antecedentes y una de fundamento legal que al invalidarse las pruebas desaparecía la acusación y que, por lo tanto, el tribunal no tenía “otra opción que dictar sentencia absolutoria”. Reveladoramente, no ordenó destruir las cintas de las grabaciones, como suele hacerse en estos casos, sino preservarlas bajo custodia.
Ninguno de estos personajes desapareció del panorama político y nadie en el Partido Popular pensó que debían hacerlo. Rafael Palop, el acusado de tráfico de drogas, pasó dos semanas en prisión provisional y fue detenido por segunda vez en 1992. Su juicio fue instruido por el entonces juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón y aunque el fiscal pidió para él 14 años de cárcel, resultó absuelto al confirmarse la nulidad de las grabaciones que lo implicaban. En más de una ocasión Palop aseguró que era objeto de una persecución orquestada por la policía y la Justicia.
Su hermano Salvador Palop escenificó su abandono de la política, pero se incorporó poco después como responsable del gabinete jurídico de Aguas de Valencia. Uno de los primeros accionistas de Aguas de Valencia es Bancaja, presidida a su vez por el expresidente de la Generalitat valenciana José Luis Olivas —al que últimamente podemos ver yendo y viniendo de la Audiencia Nacional para declarar como imputado en el caso Bankia—. Entre otros, en Aguas de Valencia también recaló con el tiempo la mujer Esteban González Pons. El diputado y vicesecretario general de Estudios y Programas, por cierto, negó que tal constituyera pillada alguna con el carro de los helados.
Vicente Sanz dimitió y abandonó la política, pero Eduardo Zaplana lo restituyó cuando llegó a la presidencia de la Generalitat en 1995, esta vez como jefe de personal de Ràdio Televisió Valenciana, y cuando renovó su Gobierno —en 1999, ya con mayoría absoluta—, Zaplana lo nombró secretario general del ente público. Durante la era Sanz, accedieron a Canal 9 cerca de 800 trabajadores sin pasar por oposición y el ente multiplicó su deuda por cuarenta. Hoy Sanz está procesado judicialmente, acusado de abuso sexual, acoso y amenazas.
En 1997, recién inaugurada la primera legislatura de Aznar como presidente del Gobierno, el Instituto de Crédito Oficial le concedió al extesorero Ángel Sanchís un préstamo de 18 millones de dólares a través de su empresa La Moraleja S.A. para instalar un latifundio en Argentina de 30.000 hectáreas —o, si prefieren la unidad de medida de la que tira Telecinco, “mil campos de fútbol”—. Según la documentación remitida por Suiza para la instrucción judicial del caso Gürtel, Luis Bárcenas “admitió ante los bancos helvéticos ser uno de los propietarios o accionistas de La Moraleja S.A.”. Es solo una parte de lo que conocemos hoy, veinte años después, como caso Bárcenas.
“En el Partido Popular el que la hace la paga”, asegura Cospedal con la solemnidad artificiosa de quien cita a Hammurabi. Por esplín elemental, por puro hartazgo, no cabe ya siquiera indignarse ante la afirmación o ponerse a echar espuma por la boca. El Partido Popular —como cualquier gran partido nacional— es una gigantesca mole sin ventanas consagrada al ascenso al poder de sus integrantes, que junto al resto de grandes partidos trampea sin disimulo la estructura democrática, acapara su cumbre y desde ella lanza sus pasarelas a las demás áreas del poder. El Partido Popular, como el resto de grandes partidos, es un clan de clanes concebido en diseño y ejecución para que sus miembros no transiten los rascacielos públicos y privados por sus escaleras interiores, sino para catapultarlos directamente y que entren por sus ventanas a mandar en secretarías, consejos de administración, cajas de ahorro y televisiones. En el Partido Popular, como en el resto de grandes partidos, que unos y otros la hagan de vez en cuando hasta formar el chorro de corrupción negra que embadurna el país es consustancial a su funcionamiento interno, opaco, antidemocrático y profundamente salchichero. En el Partido Popular, como en el resto de grandes partidos, hacerla es lo de menos y el que la hace no la paga. Ni muchísimo menos. El que la hace, normalmente la hace. Los que lo pagan solemos ser nosotros.
En fín que se lo están llevando a cara de perro:
Rubén Díaz Caviedes