Ese negro que llevamos dentro se erizó de espanto cuando supo que desde hace tiempo un atleta venezolano, Carl Herrera, viene siendo objeto de asquerosos ataques raciales
Casi todos los venezolanos, en mayor o menor grado, tenemos genes afroamericanos. Más cercanos o más lejanos, con la piel clara o morena, el pelo liso o rizado, la nariz perfilada o achatada, la boca más o menos grande, nos sobran evidencias de ese mestizaje que tuvo lugar aquí desde hace quinientos años. Solo un porcentaje muy pequeño de la población, principalmente de inmigrantes cuyos prejuicios raciales los alejan de la posibilidad de que su sangre “genuinamente” aria sea alterada, es blanco.Ese negro que llevamos dentro se erizó de espanto cuando supo que desde hace tiempo un atleta venezolano, Carl Herrera, viene siendo objeto de asquerosos ataques raciales por parte de fanáticos radicales de equipos de básquet contrarios al que él dirige, los Gigantes de Guayana. Concretamente, en este periódico vimos publicada una foto que evidenciaba que, en Maracaibo, unos aficionados, no precisamente blanquitos ni catiritos, le mostraban desde las tribunas una mano de cambur al jugador venezolano, en señal de repulsa. Ese símbolo del racismo fascista solo lo habíamos visto en gradas europeas. Recientemente, el futbolista brasileño Daniel Alves, con todo y sus ojos verdes, recogió y se comió con pundonor el cambur que le lanzó un aberrado seguidor del club Villarreal. Hasta ahí la historia pertenecía a las oscuras páginas de la discriminación que caracteriza a la vieja Europa.
Pero que unos maracuchos y unos barquisimetanos hagan lo mismo, e incluso amenacen de muerte al técnico, dice mucho de una nación que hasta hace poco pregonaba su espíritu igualitario y la condición de país abierto y generoso. Claro, eso era así mientras manteníamos la basura bajo la alfombra. Éramos “tolerantes” con aquellos que presumíamos descendientes de los esclavos que servían a la godarria criolla, muy convencidos de que la nuestra era sangre blanquita. Teníamos lástima de nuestros indios y no nos molestaba su existencia, mientras permanecieran aislados bien lejos, en sus espacios naturales. Esa “tolerancia”, que no es otra cosa que aceptar lo que no se puede cambiar, implosionó en esa parte podrida de la sociedad cuando llegó un “macaco” y se convirtió en Presidente. Desde entonces, los cambures del desprecio son parte de nuestra dieta diaria.