Revista Cultura y Ocio

A dioses y olas – @KalviNox

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Suena «Children», de Robert Miles en mi teléfono. Dejo las mancuernas en el suelo, me seco el sudor en una toalla y con ella puesta en el cuello, descuelgo.

─Hola.

─Hola, ¿David?

─Sí.

─Hola, soy Leire, me ha pasado tu teléfono una amiga y te llamaba porque… Buff… Necesito tu ayuda.

─Pues tú dirás.

─Necesito que seas mi acompañante en una boda.

─Verás Leire, yo no suelo hacer ese tipo de trabajos, soy más de… en fin, ya te habrá contado tu amiga. Además supongo que estará toda la familia, amigos y demás, y se puede volver la situación un poco complicada.

─Lo entiendo, pero Ana me dijo que eras un chaval muy majo y que a lo mejor podrías…

─¿Ana?, jajajaja. Ana. Entiendo.

─Ya noto que os conocéis bien.

─Sí. Tenemos una relación laboral bastante intensa. Oye, ¿quieres que nos veamos y me explicas cómo lo quieres hacer?, me resulta bastante complicado hacer esto por aquí.

─Podemos vernos esta tarde, en la cafetería que hay junto al mercado de abastos a las siete o así, si te viene bien.

─Allí estaré.

Dejo el teléfono en la mesa y me quedo pensando, sonrío al pensar en la situación. Solía hacer acompañamientos, pero no de esa clase. Parecía el guion de una comedia americana en el que al final todo se lía. Me miro en el espejo de mi gimnasio preguntándome en silencio: ¿Qué coño vas a hacer, David?

Vuelvo a descolgar la toalla de mi cuello y sigo con mi entrenamiento, seis días a la semana entre clases de yoga, defensa personal y baile. Tengo una vida bastante ordenada. Y estresante. Vivir de tu cuerpo es más duro de lo que parece.

Curiosamente Ana fue una de mis primeras clientas, ya hace unos cuatro años, cuando una amiga suya me «descubrió» en un local de copas donde trabajaba todas las noches. Ahí empezó mi «carrera». Es cierto, mi nombre no sale en las páginas amarillas, ni en los anuncios de los periódicos, ni siquiera en la red. Soy un boca a boca con una cartera de clientas que muchos de mi profesión ya quisieran. Tengo un buen coche, un ático en el centro y casi todos los caprichos que me puedo permitir. Supongo que el haber aceptado escuchar a Leire no es más que la llamada de mi espíritu aventurero, y claro, Ana.

Una ducha fría, algo de comer y mi gata Kira que se sube a la encimera intentando pillar comida y mimos.

No soy un hombre muy sofisticado en el vestuario, a menos que la ocasión lo precise, así que me pongo unos vaqueros, una camiseta negra poco ajustada, un zapato deportivo y marchando.

Llego puntual, las siete. Entro a la cafetería y me pongo a buscar entre la gente a Leire. Ya la veo, al fondo mirándome entre curiosidad y nervios.

Allí estaba, una chica guapa de pelo negro, ojos oscuros y una bonita sonrisa. Después de presentarnos como es debido, nos pedimos unos cafés y al son de una música chill out que sonaba de fondo, me empezó a contar de qué iba la historia. Supongo que yo fui el desencadenante de tanta mentira a su familia con su novio imaginario, o eso quiero creer.

Acepté el trabajo con una ligera sonrisa mientras Leire me miraba, un poco más tranquila. Supuse por cómo me miraba que era lo que esperaba. Tampoco creo que le preocupara el dinero, no me dejó decirle a cuánto ascendían mis honorarios, así que, me callé, y la escuché.

Llevo tanto en esto que aparte de saber escuchar, sé analizar cada gesto o cada detalle de la personalidad para adivinar los gustos de mis clientas. Con Leire no me hacia falta, era cristalina, casi podía ver dentro de ella, y eso me fascinaba. No veía maldad, solo algunos temores y nervios, pues parecía su primera vez con alguien como yo. Acepté el trabajo.

Suena mi móvil. Un servicio a las 23:30.

─Debo irme Leire, si quieres que esto salga bien, tendremos que vernos unas cuantas veces para conocernos mejor y no quedar mal el día de la boda.

─¿Me estás pidiendo una cita?  ─dijo en un tono irónico mientras sonreía.

Asentí con la cabeza devolviéndole la sonrisa.

─Nos vemos aquí mañana a la misma hora, si quieres. Que te sea leve, o… plácido, o… bueno, como se diga en tu trabajo.

─Hasta mañana entonces ─le dije mientras me aguantaba la risa.

Tengo que reconocer que la primera impresión al conocerla fue algo extraña. Hacía mucho tiempo que no veía la inocencia tan de cerca en alguien de su edad. Y me atraía muchísimo, pero no quería, no debía pensar en eso. Solo era trabajo.

Al día siguiente quedamos en el mismo sitio, un café, una conversación agradable con música de fondo, y como la vi más relajada, la invité a pasear por el puerto. Aunque impropio en mí, empecé a contarle cosas de mi vida, ella hizo lo mismo y pasamos todo el tiempo hablando sobre gustos musicales, cine, teatro, incluso nos reímos a carcajadas discutiendo si habíamos llorado en la misma sala cuando estrenaron Titanic.

Suena mi teléfono. Un servicio a las doce.

─Debo irme Leire.

─Ya,  ─asintió con cara de resignación. ¿Quedamos mañana?, a las siete en nuestro sitio, si quieres.

─Allí estaré.

De camino al trabajo no dejaba de pensar en esos momentos de risas con Leire, hacía muchísimo tiempo que no me lo pasaba tan bien. Ese instante en el que al terminar unas risas se queda el mundo en silencio mientras le miras, su cara, su gesto, su boca…

¡Maldita sea!, no debía pensar en eso, me preocupaba esa lucha interna que esa mujer había desatado en mí. No podía dejar de hacerlo, cuando llegué a casa después del trabajo, mientras guardaba mis «aparatitos» en el armario de las «herramientas» y me iba a la ducha, mi mente seguía pensando en ella. Sabía de sobra lo que me estaba pasando pero me negaba a reconocerlo.

Quería verla de nuevo, esa era la realidad. La jodida realidad.

Y allí la encontré, a las siete, en nuestro sitio, con una gran sonrisa esperando para hacer planes con nuestra tarde y seguir conociéndonos. No podía creer que me mirara de esa forma sabiendo lo que era. Y eso me desarmaba. Dimos un pequeño paseo contándonos cosas de nuestra infancia, de nuestras familias… Era como un escalofrío cada vez que su mano se rozaba con la mía , hasta que con una mirada fugaz, sonriendo, la cogió. Nada que ver con los acompañamientos por los que me pagaban y que a veces resultaban tan vacíos haciendo de hombre florero.

Suena mi móvil. Un servicio a las once.

No olvidaré su mirada clavada en mis ojos cuando después de mirar la pantalla en el móvil lo metí en el bolsillo. No lo puede remediar, llevé mis manos a su cara y la besé como quien besa por primera vez. No sé cuánto pudo durar aquél beso, lo que sí sé, es que el que estaba besando no era el tipo que había contratado.

Después del beso nos quedamos mirando, ella intuía lo que mi cara reflejaba. Había roto las normas, solo era un acompañamiento. Nada de sentimientos.

─Vámonos de aquí, ─le dije mientras ella asentía.

Esa noche me salté todas las normas que me había impuesto en mi trabajo, y a mí mismo. Me llevé el trabajo a casa.

Ni siquiera sé como abrí la puerta del piso, porque ya en el ascensor nos mordíamos la boca como el que no ha comido en una semana. No sé con cuántos muebles chocamos hasta llegar a mi dormitorio, pero sí en cuantas paredes apoyé su espalda con sus piernas entrelazadas en mi cintura. Sus gemidos se confundían con mi aliento en cada embestida contra la pared. La besaba intensamente, no podía parar de hacerlo, y sus manos rodeando mi cuello desataban la parte de mí que creía olvidada.

Me miraba fijamente mientras bajaba mi pantalón, tan serio su gesto como el mío cuando empezó a darme placer con su boca. Al poco le quité la poca ropa que le quedaba y entre mis brazos la tendí en la cama. Por un instante pensé en las mil formas que era capaz de darle placer a una mujer. Pero con ella no, por una vez dejé trabajar al corazón y no a la razón.

Los besos se tornaron tiernos, lentos, recorrí con mi boca cada parte de su cuerpo, de arriba abajo y de abajo a arriba, haciendo parada entre sus piernas. Sus muslos entre mis manos, las suyas en mi pelo y notar como se arqueaba su espalda entre jadeos. Eso quería. Pensaba en ella, volví a su boca entreabierta, a aquéllos preciosos ojos encendidos de pasión. La miraba fijamente mientras entraba centímetro a centímetro en ella, quería estar dentro de ese ser que me había cautivado. Quería su calor, en ese vaivén que provocaba sus jadeos, y los míos.

Sus dedos clavados en mi espalda, como clavados estaban mis dientes en su labio, y explotamos de placer. Mirándonos. La volví a besar mientras decía mi nombre. Ese silencio de su cabeza en mi pecho mientras acariciaba su cara y su pelo era lo más bonito que me había ocurrido en mucho tiempo. He pasado muchas noches, pero esta no quería que terminase, porque aquéllos besos y aquélla pasión, no eran de éste mundo.

Fue una noche corta de pasión y larga de sentimientos. Por la mañana, desayunamos entre besos,  hablando sobre lo bien que lo íbamos a pasar en la boda dentro de unos días y antes de marcharse quedamos, allí, en nuestro sitio, a las siete.

Fueron varias las tardes en que llenamos con besos los atardeceres, las más bellas puestas de sol eran nuestras risas, y una tarde más, a las siete, encontré vacío el sitio donde solía esperarme.

No contestaba al móvil, y en esa eternidad que pasé esperándola allí, ese pequeño gran mundo que se formó entre nosotros empezó a temblar. Me di por vencido y con cierta preocupación, decidí irme a casa.

A la vuelta, mientras pensaba mil cosas, un atasco. Era raro a esas horas en esa pequeña carretera apenas sin tráfico. Las luces de la policía en el arcén y un camión volcado. Cuando pasé a la altura del accidente, mi corazón me dio un vuelco, frené en seco y salí apresuradamente. Era el coche de Leire el que estaba debajo del camión. Me recuerdo gritando su nombre mientras el policía trataba de alejarme del amasijo de hierros donde los sanitarios trabajaban por salvarle la vida. No pudo ser.

Allí se detuvo también mi mundo.

Han pasado unos meses, son las siete de la tarde y suena música chill out de fondo. Estoy sentado solo con un café en nuestro sitio, mientras pienso en aquél tiempo en que creí jugar con la vida como quien juega a dioses y olas pensando en que ninguna le va a tumbar.

La mía fue y siempre lo será, Leire.

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