– No te vayas. Siempre te vas.
Me quedé mirando el picaporte que sujetaba con la mano derecha. En la espalda colgaba aquella mochila que tanto aprecio le tenía. Ella tenía razón, yo siempre me iba. Por una razón u otra, por una excusa o un subterfugio, por una realidad o una fantasía. Me giré. Seguía sentada frente a la pequeña mesa, blanca y redonda, donde reposaban su taza de café y la mía, un cenicero lleno de colillas y un paquete de tabaco rubio. Y la amapola que le había traído esa misma mañana y que ella había recibido con dolor:
– ¡No! La has arrancado, nadie debería tener derecho a arrancar una flor.
La había cogido de la carretera, volviendo del trabajo por aquella secundaria llena de bosque a un lado y campo al otro. Ella tenía el pelo negro y los ojos negros sobre la piel relativamente rosada de su cara más bien redonda. Era bonita, no especialmente guapa, pero bonita. Como las amapolas, no son flores especialmente hermosas pero cuando las encuentras en el campo se ven preciosas. Y yo, otra vez, me iba. Detrás suyo, la ventana que daba a un patio interior apenas dejaba entrar ya algo de la luz de esa tarde gris de otoño. Al verla con su expresión de decepción, de esperar de mí algo que, ahora empezaba a darme cuenta, no podría darle, vi también la forma en que la conocí, vi nuestras conversaciones sobre libros y lo mal que nos iba en la cama. Sin embargo la deseaba y el recuerdo de su piel siempre tersa y fresca me atacó como una ola en un mar de calma. Pero mi mar no estaba en calma. Neptuno, Poseidón, Niord, Anuket, Llyr o el dios que fuera llevaba meses insistiendo en levantar el agua por encima de mi estatura, con suficiente fuerza para hundirme y, antes de ahogarme, dejarme en la arena de una isla que yo había dejado desierta. Y ella quería estar allí conmigo, pero yo no la dejaba.
Le prometí que volvería, que la llamaría y que nos veríamos pronto, mañana lo más seguro. Ella movió la cabeza afirmativamente pero un resplandor opaco en sus ojos decía que no.
Salí de su piso en el centro de la ciudad y caminé durante un rato. Como hago siempre, observé los edificios y los coches, los árboles y las personas, me abstraje en pensamientos que navegaban en mi océano como botellas atrapadas en una corriente circular. Y esos pensamientos hicieron que me perdiera de nuevo, como tantas otras veces, y me quedara pensando, como un bobo o un loco, en una esquina, hacia dónde me dirigía. Su cara de nariz chata se me apareció y por un instante pensé en volver corriendo, decirle que no volvería a irme, besarla y hacer el amor sobre la cama en aquella habitación única y pequeña de un piso pequeño como tantos. Pero no lo hice. Tomé un autobús y me fui al Hospital del Mar. Para abstraerme, abrí el libro que estaba leyendo y durante más de treinta minutos mi mundo cerrado fueron sus páginas que abrían a otro mundo infinito. Al bajar del transporte, el olor a playa me inundó. Empezaba a oscurecer y las luces de los edificios en la línea de una costa explotada confundían los azules del cielo.
En la habitación 242, el viejo sonrió al verme y aceptó la mano que le tendía. Supe pronto por aquella manera de mirarme que me preguntaría en un instante:
– Perdona, ¿nos conocemos?
– Sí, abuelo –respondí, y me senté a su lado.
Le expliqué otra vez quién era yo para él, le recordé los nombres de mi madre que era su hija y le conté algunas anécdotas de cuando, de pequeño, iba a comer con él y la abuela y él me daba dos galletas de más a escondidas. Le recordé que mirábamos juntos aquel programa de televisión los fines de semana que me quedaba a dormir con ellos y que escuchábamos el fútbol con el viejo transistor sentados en la terraza desde donde se veía el mar. Ahora lo tapa un edificio de pisos. Me dijo que sí a todo sonriendo y me hizo algunas preguntas. Cuando ya me iba, justo cuando le traían la comida, alargó su huesuda mano para estrechármela sin fuerzas y dijo:
– Encantado de conocerle, caballero.
Al salir ya era de noche. Algunas parejas y grupos corrían por el paseo marítimo jugando a esquivarse con las bicicletas y los peatones. En la parada de taxis dos hombres discutían sobre algo y en el restaurante supuestamente moderno de supuesta comida asiática empezaba a entrar gente. Encendí un cigarrillo y caminé tocando al muro de piedra bajo que separa el asfalto de la arena. Había gente paseando por la playa y perros corriendo. Alguien tiraba piedras contra las crestas blancas de las olas, iluminadas por las farolas frías y altas del paseo. Refrescaba. Me senté en un banco al lado de una mujer que descansaba de cargar demasiadas bolsas, saqué el bloc de notas y en lápiz, siempre en lápiz, escribí algunas frases, más pensamientos, ya que en ocasiones me funcionaba dejarlos allí plasmados y vaciarlos de mi cabeza. Al tiempo que la humedad se afincaba alrededor, una nostalgia de algo que no supe identificar se fue apoderando de mi piel hasta cubrirla con una fina e invisible película.
Antes de volver a mi piso de soltero, bajé hasta la arena y dejé que mis zapatos decidieran el camino, siempre me ha gustado mirar como la suela deja huella. Me detuve en el límite de las olas, imaginé que intentaban alcanzarme alargando sus dedos y que le pedían a la marea un último empujón para, cuando ya casi me tocaban, ver como yo daba un pequeño paso atrás. Nunca he creído en dioses, la única vez que les pedí algo no me hicieron caso, así que aquella noche le pedí al mar que me ayudara a quererla. Quería quererla, a ella, que quizá seguía sentada frente a la mesa redonda, esperándome. Puede que enfadados unos por no poner mi fe en ellos y el otro por no dejar que me alcanzara, ni dioses ni olas me hicieron caso y aquel deseo se perdió entre la humedad y el frío.
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