“La vida es la grande, esencial inquietud”, decía Ortega. Para que la vida tenga sentido, debemos de traducir esa inquietud a fórmulas de operatividad sobre la realidad externa. Si no lo conseguimos, si esa inquietud queda atrapada en nuestro interior o no encuentra un modo realista de salir al mundo, esa inquietud se vuelve venenosa y alimenta a los monstruos que nos habitan (la sombra de Jung). Todos los trastornos psíquicos, buena parte de los orgánicos y los nefastos resultados de esa inquietud sin destino (sin destino realista o compatible con la realidad) cuando la traducimos a comportamientos, y que podemos cifrar en comportamientos autolesivos y/o antisociales, tienen su fundamento en el encierro en lo interior, en la incapacidad para llevar a la práctica aquella idea de Ortega según la cual “vivir significa tener que ser fuera de mí” (la creatividad también necesita del ensimismamiento, pero si de una u otra forma no logra acoplarse a la realidad degenerará en simple delirio o alucinación).
Para que podamos trasladar al mundo externo nuestras inquietudes endógenas y conseguir así que nuestra vida tenga sentido (para saber “a dónde vamos”), ahí afuera la realidad debe ser lo suficientemente sólida y consistente y aportarnos referencias que sirvan de imprescindible anclaje a nuestro proyecto de vida. El problema es que nuestra cultura lleva mucho tiempo trabajando en el descrédito de la realidad, en el deterioro de todo lo que permite sentir que el mundo externo es algo estable, fiable; en suma, un armazón de referencias sólidas sobre las que sustentar el ser de las cosas que nos ayude a entender esa realidad, y que ha de servir de fundamento al conjunto de acciones en las cuales consiste nuestra vida (y a través de las que canalizamos nuestra inquietud endógena).
Partiremos de Guillermo de Ockham para indagar en los orígenes de nuestro cultural extravío en una realidad externa convertida en laberinto, pero dejemos en el trasfondo el dato de que Ockham era un fraile agustino y el de que San Agustín, el que dijo que “la verdad habita en lo interior”, era un seguidor de Cristo, el que afirmaba: “Mi reino no es de este mundo”(demasiado pollo para el arroz de este modesto artículo). No nos entretengamos, pues, y elevemos a Ockham a la condición de primer agente cultural de nuestra occidental suspicacia hacia la realidad mundana. Adquirió ese título al anunciar que lo general, lo universal no existe, solo existen los individuos; existe, pues, el árbol individual, pero no el bosque, que no deja de ser sino un flatum vocis, un soplo de voz, un invento de la mente. Ockham sacó la chaira (la popular “navaja de Ockham”) y se dispuso a recortar de nuestra forma de mirar el mundo todo lo que excediese de esa definitiva constatación de que la realidad externa está hecha solo de individuos. El hombre se vio desde entonces (desde el Renacimiento, si nos ponemos puntillosos, un Renacimiento que Ockham había preparado y prologado) abocado a supeditarse al carpe diem, a vivir el momento, lo inmediato, lo accesible a los sentidos, porque lo demás (los bosques, la sociedad, la vida estable y apoyada en hábitos, lo que permanece a través de los cambios y que nos compromete más allá de lo estrictamente tangible…) había dejado de ser creíble, se había convertido en un haz de “flatum vocis”, de meros inventos de la mente. La realidad externa se había adelgazado tanto que solo cabía en ella lo inmediato y tangible. Y eso era absolutamente insuficiente para sustentar sobre ello el sentido de la vida, la posibilidad de saber “a dónde vamos”. Es más, se concluyó finalmente que no vamos a ningún sitio, que no hay ningún sentido que buscar a las cosas y a la vida, que a todo lo que exceda de lo que permite el troquel de lo individual e inmediato hay que aplicarlo un ockhamiano navajazo.
No, si eso le vino muy bien a la visión digamos que experimentalista de las cosas… El método científico de Galileo, por ejemplo, se fundamenta en la subordinación de nuestras ideas a su confirmación en términos de realidad tangible o experimentable, esa que acaba siendo ratificada en los laboratorios. Y no hay que poner en cuestión lo que, con el método científico por delante, ha llegado a ser nuestra civilización occidental. Lo que pasa es que la vida no puede sostenerse sobre la falta de finalidad, sobre la subordinación estricta al aquí y al ahora, sobre el extravío en el laberinto de lo que va desapareciendo mientras damos el siguiente paso. Es decir, sobre el descrédito de la realidad en cuanto que aportadora de los elementos necesarios sobre los que sustentar una vida que tenga sentido. Y cuando algo así ocurre, cuando nuestra inquietud endógena se queda sin destinos a los que acoplarse, nuestros demonios interiores bullen, se ponen cachondos, se sienten invocados y empiezan a trajinar y a preparar sus estropicios.
Efectivamente, querida Carlota, el demonio entró en escena en nuestra historia, de una manera muy particular e inédita hasta entonces, en el siglo XIV, el siglo de Guillermo de Ockham. Dice Jean Delumeau en su libro “El miedo en Occidente”: “La emergencia de la modernidad en nuestra Europa occidental tuvo lugar acompañada de un increíble miedo al diablo”. Fue ese miedo desproporcionado algo específico de esta época, pues hasta entonces apenas había salido el diablo a la palestra. “A partir del siglo XIV las cosas cambian –añade Delumeau–, la atmósfera se vuelve en Europa más agobiante y esta contracción del diablo que había triunfado en la edad clásica de las catedrales deja sitio a una progresiva invasión demoníaca”.
Así pues, la sombra, los monstruos que nos habitan quedaron sueltos al compás en el que la realidad exterior (la realidad humana, aquella que ha de sustentar el sentido de la vida) dejaba de ser creíble, hasta el punto de que pudo llegar Calderón diciendo aquello de que “la vida es sueño”, y Shakespeare que “la vida está hecha con el material del que se forjan los sueños”. Incluso Descartes, la otra cara del empirismo emergente (aunque complementándolo con su mecanicismo), llegó sospechando de todo lo que le dijeran los sentidos, vale decir de todo lo que residiera en el mundo externo (el mundo en cuanto que sustento del sentido de la vida), depositando su confianza solo en su pensamiento, en su raciocinio. Rousseau profundizó en esa clausura en lo interior cuando llegó diciendo que “el hombre es bueno por naturaleza, y lo que le pervierte es la sociedad”, es decir, el hombre es bueno cuando está encerrado en sí mismo y malo cuando sale al mundo, cuando interacciona con los demás. Novalis, en representación del Romanticismo, llegó después diciendo también que “todo lo bueno viene de dentro”. Y Nietzsche: “Al descubrir las cosas, lo que hacemos es aprender a describirnos a nosotros mismos”. Y también:“En última instancia lo que amamos es nuestro deseo, no lo deseado”. Adiós, pues, mundo cruel… y el menos cruel también. Kandinsky, el iniciador del arte abstracto y teórico del arte de vanguardia, recogió esas enseñanzas y las condujo a su terreno: “Cuando la religión, la ciencia y la moral (esta última gracias a la mano fuerte de Nietzsche) se ven zarandeadas y los puntales externos amenazan derrumbarse, el hombre aparta su vista de lo exterior y la centra en sí mismo”. El arte, conducido al laberinto de una realidad externa desdeñable y desdeñada, acabó convertido en la chufa que hoy suele ser. Estas que expongo son ideas que extraigo de mi tercer libro, inédito, y hoy por hoy impublicable, del cual el que acabo de publicar sería algo así como un ramal. De momento, me conformo con transcribir aquello que, en Matrix, le dijo Morfeo a Neo después de que este tomara la pastilla roja, la que le habría de llevar al conocimiento de la verdad, la inquietante verdad a la que nos ha conducido la historia de la civilización occidental: “¡Bienvenido al desierto de lo real!”.