Revista Viajes

¿A dónde me llevas, Irlanda?

Por Viajaelmundo @viajaelmundo
Desde el autobús, puedes ver otras vidas

Entras a Dublín y nadie se da cuenta, pero tú los miras porque sí

Había algo espeso en el ambiente que empañaba el vidrio delantero del autobús. Cuando no se conoce el sitio, uno quiere ver todo a través de la ventana mientras se va buscando el camino, pero cuando la visión es borrosa no queda más que ver cómo suben y bajan los pasajeros en las paradas y van leyendo el periódico, conversando, sumidos en el teléfono o tarareando alguna canción.

Puede que el conductor adivine que es la primera vez que subes a ese bus y por eso habla despacio y espera con paciencia a que cuentes las monedas con el pago exacto de la travesía, mientras le preguntas -como para verificar- si tu parada es en Mount Prospect Avenue, a cuarenta y cinco minutos de allí. Y es por eso también que te dice que te sientes al final y luego te hará señas y esperará, otra vez, a que busques tu equipaje para despedirse, como si te fuera a extrañar, mientras te bajas a Dublín en plena primavera, un día cualquiera.

Eso me pasó con los irlandeses durante todo el viaje: me hablaban despacio porque sabían que su acento podía resultar un poco enredado, me preguntaban si entendía bien el mapa cuando me veían en alguna esquina hurgando con detenimiento el papel, o si me había parecido muy fuerte el sabor de los frijoles blancos en el desayuno. Eran pocos los que seguían su camino de caras largas apoyadas en el bastón para no hablar con nadie más o los que, en su desenfado, no volteaban a mirar a los que llegaban con curiosidad a su ciudad.

Alguien cantaba, siempre

Alguien cantaba, siempre

y otros esperaban quién sabe qué

y otros esperaban quién sabe qué

Los colores de la mañana tardan en despertar. Dublín amanece gris y basta con detenerse en una esquina para observar cómo se mueve. Edificios altos y modernos se mezclan con pasillos antiguos y descoloridos, con esculturas delineadas y blanquísimas en las fachadas. Los carteles anuncian a viva voz que esa noche habrá una banda, que allí queda un mercado chino, que hay cerveza fría y karaoke, que se pegan botones y hay sabores provenientes de otro lugar que no es ese.

Dublín habla desde todas las esquinas al mismo tiempo y son tantos sus recovecos que hay que caminarla con desorden porque las calles que suben no son las mismas que bajan, porque la lógica no se concibe en su mapa, sino en el ritmo que van dictando sus días. Así puede uno, por ejemplo, comenzar el día en el Trinity College, la universidad más antigua de Irlanda -fundada por la reina Isabel I en 1592- y perderse en la majestuosidad de su vieja biblioteca; desembocar en la Catedral de San Patricio, epicentro de visitas, y terminar el día caminando por las calles de Temple Bar que es la vibra irlandesa en su máxima expresión, donde todo es pubs, cervezas y música hasta bien entrada la noche, o bien llegada la mañana.

Pero también puede uno encontrarse en el Spire, ese monumento de la luz, afilado y altísimo (120 m) que es punto de referencia para los irlandeses en el centro de su ciudad, y desde ahí caminar hasta The Brazen Head, que es el pub más antiguo de Irlanda (1198) y donde saben servir bien una Guinness, hay música en vivo y hacen tertulias literarias; para seguir luego a Whelan’s y su oscuridad roja porque fue justo allí donde se grabaron escenas de esa película con Gerard Butler y Hilary Swank llamada “P.S. I love you”, y luego terminar en el propio Temple Bar, el local, al que todo el mundo va para pagar sin miramientos otra cerveza, aunque sea más costosa, y probar alguna más que solo se consigue ahí, porque uno nunca sabe cuándo volverá a Irlanda y hay que ir de un lado a otro, al ritmo de la ciudad.

Entonces, vas a sitios donde sirven la cerveza muy fría

Entonces, vas a sitios donde sirven la cerveza muy fría

Vas a Temple Bar en el día, pero también en la noche

Vas a Temple Bar en el día, pero también en la noche

y caminas rápido, como los irlandeses

y caminas rápido, como los irlandeses

Pero Dublín es tan contrastante, que al día siguiente puedes desayunar en el Café Kylemore en la calle O’Donnell, y ver desde sus ventanales cómo los viajeros se toman fotos al lado de la escultura del escritor James Joyce. Y es que el autor de Ulises aparece por la ciudad en distintas formas; hay que mirar bien el suelo porque se puede pisar una de las placas que cuentan que por ahí pasó Leopold Bloom, el personaje de su famosa novela. Es tanto lo que Dublín quiere a Joyce -aunque vivió ahí nada más hasta sus 22 años- que el 16 de junio de cada año se celebra el Bloomsday, en el que los admiradores de Joyce recrean ciertos pasajes de sus aventuras.

Pero no solo se trata de él, porque cuando el camino nos lleva al Merrion Square Park sabemos que, en cualquier momento, nos vamos a topar con la escultura de Oscar Wilde, sentada sobre una piedra desde la que mira hacia la que fue su casa en la calle del frente. A las afueras hay un café que también lleva su nombre y en el que hacen tertulias literarias algunos días a la semana. Porque así es Dublín; en un pub que estalla en música irlandesa por las noches, en las tardes organizan conversatorios y tours guiados por su literatura y uno no aprende a ciencia cierta a saber cuáles son, porque es posible que al día siguiente allí mismo estrenen una obra de teatro solo para 15 personas y si vas pasando por casualidad, entonces serás uno de los afortunados de ver otra cara de la ciudad, a plena tarde.

Te preguntan, cuando te ven caminando sin orden, si ya has ido a Cork, a Belfast, a cualquier otro lugar de Irlanda. Y uno responde, como quien dice cualquier cosa, que quizá el fin de semana vaya a Wicklow, un parque nacional tan amplio y verde que hay que verlo de cerca, sobre todo si queda a una hora de Dublín, en bus, y no requiere una larga travesía aunque sí promete un paisaje que resume al país entero.

Quizá es por eso que el viajero va otra vez al Spire y pregunta de dónde salen los buses que van a Wicklow -y puedo contarlo porque a mí me pasó- y termina dentro de un grupo que ya tenía las cámaras a punto y la canción “Whiskey in the jar” a todo volumen, porque uno está en Irlanda y es necesario llevarse su música en el cuerpo.

Y es justo ahí en el bus, tras la ventana, donde se toma un respiro de Dublín y se entra en el silencio de la carretera, al verde de sus siluetas.

No se nota, pero hacía frío y era primavera

No se nota, pero hacía frío y era primavera

Wicklow se parece al verde de las postales irlandesas

Wicklow se parece al verde de las postales irlandesas

Los paisajes de Wicklow han sido escenario de películas como “Corazón Valiente”, “P.S. I love you”, “Rey Arturo”, “El Conde de Montecristo” y “Los Tudor”. Lo sabes cuando lees el folleto que te dan al subir al autobús y por el entusiasmo de los turistas cuando nos detenemos en el puente por el que caminaron Gerry y Holly cuando se conocieron y la verdad es que no importa si uno no ha visto esa escena alguna vez; allí el paisaje es amplio y desolado, verde y quieto. Es decir, en un sitio donde la brisa golpea por todos lados y uno se siente ínfimo entre tanta naturaleza, es imposible no creer que tienes que estar ahí, en el puente y mojando las manos en la brevedad de arroyo que pasa debajo de él.

Kilómetros después también se puede constatar que la Irlanda de las postales sí existe y que las ovejas van a su ritmo, que hay casas escondidas en la espesura de los árboles. Que huele a humedad, a madera; que las montañas se separan para que desde el borde de un precipicio puedas ver el lago Guinness que tiene el mismo color de la cerveza irlandesa y así no notes que vas camino a Glendalough, el valle de los lagos, para ver otro de los tantos matices del país.

Y es justo en ese instante, cuando llegas a Glendalough, que Irlanda te vuelve a robar las palabras, porque el paisaje parece un rompecabezas recién armado. Había allí una ciudad de piedra, con un edificio principal, varias iglesias, una catedral, una granja, una torre de 30 metros, y un monasterio fundado por San Kevin cuando corría el siglo VI. Hoy donde están las ruinas de ese poblado monacal -que durante 500 años fue uno de los centros eclesiásticos más importantes de Irlanda- puedes caminar entre lápidas y ver de cerca los rastros que dejaron los saqueos de los vikingos y las inclemencias del clima. Es todo un paseo silencioso, con el sonido de los arroyos jugando con la brisa que le da a los árboles y sabes que se le dicen el valle de los lagos porque durante la Edad de Hielo, el agua que provenía de las montañas de Wicklow formaron ese paisaje que está ahí, apenas a una hora y algunos minutos de Dublín.

Como se viaja con curiosidad, se sabe también que cerca de Glendalough está el pueblo de Avoca y recuerdo que alguna vez leí que sus calles eran silenciosas, que era pequeño, lleno de lanas y molinos. En los viajes uno no maneja lo que sucede, se cree que sí, pero no es cierto y es así como terminas en Avoca, bajo un árbol de hojas blancas aun y cuando no lo tenías planeado.

Se dice que la entrada queda después de un puente y lo cruzas para llegar a una calma insólita. Hay algunos carros estacionados, pero nadie caminando por sus calles. Vas y abres la puerta de un restaurante porque en algún momento hay que comer y adentro no hay espacio para un comensal más. Adentro es un sonar de platos, pasos apurados, la televisión con algún partido de fútbol a punto, la comida caliente y profusa. Qué bonita es Avoca que grita desde las mesas. Ahí está la gente que al cabo de un rato sube la colina para llegar a la iglesia y que se va luego a otros lugares porque hay demasiada quietud. Lo dicen sus paredes, el río que la cruza, la brisa suave que no despeina a los árboles. Pero a mí me gusta Avoca, quizá porque vengo del ruido, porque vivo en el caos.

La otra parte del verde está en el silencio de Glendalough

La otra parte del verde está en el silencio de Glendalough

En serio hay mucho silencio

En serio hay mucho silencio

Casi el mismo silencio que hay en Avoca

Casi el mismo silencio que hay en Avoca

y entre la quietud de su molino

y entre la quietud de su molino

Hay en el pueblo un molino fundado en 1723, el más antiguo de Irlanda y que fue recuperado por Hilary y Donald Pratt para desarrollar el tejido artesanal de la lana. Y es por eso que han llevado el concepto, bajo el nombre de Avoca, no solo a la moda, sino a cafés curiosos y su propia marca de comida. Estar allí es un juego de colores en medio de la naturaleza y solo quieres ver el molino funcionar todo el día, mientras tomas un café y saboreas una torta de chocolate esponjosa.

Pero regresas a Dublín, al comienzo de su noche y antes de buscar descanso vuelves al sabor de su cerveza, caminas por algunos de sus puentes que comienzan a iluminarse y te alejas de la ciudad, sin salir de ella; para volver al día siguiente a caer en alguno de sus encantos porque, eso sí, Dublín será ruidosa, pero también absolutamente seductora.

Dublin7
PARÉNTESIS. Si preguntan, pueden llegar a cualquier parte, pero asegúrense de pasar por la Christ Church Cathedral (1036) y luego bajar a la Catedral de San Patricio e irse por la calle de atrás para llegar a un sitio pequeño y oscuro llamado Marsh’s Library, la primera biblioteca pública de la ciudad (1707). Dediquen algunas horas para pasearse por la fábrica de cerveza Guinness, aprender el proceso de elaboración y luego ver a Dublín desde la terraza mientras disfrutan de un vaso bien servido de esta bebida. Vayan también a la destilería Old Jameson, para aprender cómo es que se hace el whisky más famoso de Irlanda. Caminen por los jardines del Museo de Arte Contemporáneo y terminen luego en la inquietante cárcel de Kilmainhan para conocer la historia de los implicados en los más de cien años de la lucha de la independencia de Irlanda. Paseen por uno de los parques más antiguos, el St. Stephens Green (1664) o por el más grande, el Phoenix que tiene más de 700 hectáreas. Entren al Museo de los Escritores, al centro James Joyce. Miren las casas con sus puertas de colores, caminen, déjense llevar.


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