Por: María Victoria Alen
Hace unos años vi una entrevista que le hicieron a un psiquiatra llamado
Heriberto González, quien explicaba, acorde a la corriente marxista, que las sociedades adquirían un carácter común dependiendo de su actividad económica principal. Yo no soy socióloga ni mucho menos y estoy segura de que esta simplificación puede generar escozor en más de un estudioso del área, pero su explicación sencilla me ayudó a comprender un poco mejor el carácter venezolano respecto a su funcionamiento económico.
Heriberto decía que en una sociedad mayoritariamente agricultora una de las habilidades a desarrollar es la paciencia, porque tienes que esperar mucho por las cosechas, luego recogerlas, limpiarlas e intercambiarlas, lo que daba a esa sociedad una personalidad compartida de taciturnidad y tranquilidad, la calma de quien debe esperar porque no tiene de otra, podríamos decir. En ese mismo orden de ideas, el doctor Hernández comentaba que nuestra sociedad tiene una vena extractivista porque nuestra economía tiene décadas rigiéndose bajo ese patrón y por ende, sus ciudadanos (o en su mayoría) tienen tendencia a buscar la riqueza directamente donde esta se produce, en nuestro caso el petróleo, y más inmediatamente, el Estado.
Ahora bien ¿Qué sucede en una sociedad en donde la fuente principal de riqueza ha sido mermada? ¿Cómo sobrevive una población acostumbrada, mayoritariamente, a percibir ingresos de una forma lineal y rutinaria? ¿Cómo se mantiene un Estado, una nación, si la fuente principal de riqueza ya no está? Entonces se acude a otra máxima marxista, la riqueza no la produce el Estado sino, efectivamente, el trabajador ¿Y qué pasa cuando ese trabajador viene de una década y media de formarse bajo un alto estándar de preparación pero que por una situación de precariedad coyuntural se ve obligado a vender su fuerza de trabajo muy por debajo del mínimo? Cualquier Estado burgués y empresa trasnacional se relame de gusto ante tan maravillosa oferta.
Aunque suene como una distopía, lo arriba relatado obedece a la realidad material más dura de la mayoría de los venezolanos hoy, amén de sus posturas políticas: todo venezolano proletario padece ahora la explotación más ruda como un despertar luego de años de abundancia política de la primera década del dos mil. Y no importa por donde se meta la cabeza, del otro lado saldrá un explotador con cara de buenas intenciones salivando ante la maravilla de un trabajador preparado que está dispuesto a exprimirse por unos pocos dólares al mes. No importa la cara que muestre, sea la del Estado, con sus grandes ojos de cordero degollado que repite sin cesar que ese salario es todo lo que pueden pagar, o un Estado foráneo, que te mira con la misma simpatía de quien ve a un perro callejero con sarna. O la de otros venezolanos en el extranjero, que con labia y “entre compatriotas nos ayudamos” te quiere pagar tres dólares porque “eso allá es plata”.
Así la cosa, se han multiplicado las historias de venezolanos en Colombia que con el título de ingeniero en sistemas o de abogado constitucional que se dedican a atender mesas un par de meses, a cargar cemento otro par y a entregar envíos en bicicleta tres más con tal de sobrevivir. En Perú, que trabajan en hoteles tendiendo camas, o en la buhonería informal,
llenando calles y plazas de arepas y tizanas con acento venezolano y gorritas tricolor.
Los que hemos decidido quedarnos, por la razón que sea, no la llevamos mucho mejor: cabalgando horarios en instituciones y vendiendo las cosas más variopintas e inverosímiles, desde queso llanero a bombillos ahorradores, pasando por la venta casera de perros calientes o heladitos de teta con tal de juntar dos lochas para conseguir el real.
También abundan los casos de otros venezolanos que, con maestrías y doctorados lograron llegar un poco más lejos de nuestra región para encontrarse con que, para pagar los servicios y la comida en Europa, Australia, China o EE.UU han terminado por cuidar niños, pasear perros o dar clases de español (como parte de un contrato con alguna universidad a cambio de estadía y un pequeño ingreso mensual) porque son de las pocas ofertas laborales por los lados del norte. Acá adentro también tenemos nuestra versión de esa historia: físicos convertidos en vendedores de pizza, geógrafas que ahora planifican fiestas, profesoras universitarias que venden jaboncitos artesanales y psicólogos que matan tigres como community manager o expertos en marketing digital.
Y ojo, que esto no es una crítica a la creatividad ni al trabajo duro de aquellos que, dentro o fuera de nuestras fronteras, se consiguen la vida mediante el comercio o cualquier otra actividad laboral, en este caso la pregunta que podríamos hacernos es ¿todo el esfuerzo gubernamental de principio de siglo, toda la inversión educativa y académica enfocada en la formación de médicos, periodistas, ingenieros, abogados, fotógrafos, geógrafos, matemáticos, lingüístas, músicos, urbanistas, mecánicos, cocineros, diseñadores, historiadores, filósofos, para que ninguno pueda ejercer su profesión en pro de las múltiples mejoras que a gritos pide la nación? ¿en qué quedó esa generación de oro bien alimentada, bien estudiada, bien entrenada en los espacios institucionales y bien especializada mediante las becas de Funda Ayacucho que por acuerdos bilaterales viajaban a los países más punteros en cuanto a tecnologías y saberes varios de las ciencias sociales? Al parecer están generándole ganancias multimillonarias a rappi en Colombia, Chile y Argentina, siendo mano de obra barata en Amazon de España o siendo chivos expiatorios en Perú para justificar sus altos márgenes de inseguridad social y pobreza.
¿Qué habría pasado si el gobierno venezolano hubiese invertido en mantener y ampliar salarios justos para la producción de proyectos y materiales que coadyuvaran, por ejemplo, al desarrollo de los distintos usos de la tecnología
blockchain para la administración de recursos de forma íntegra, evitando así, el desvío de capitales y recursos? ¿Cómo sería ahora la historia si muchos de esos venezolanos formados en distintas áreas y que ahora dedican a vender perros y hamburguesas hubiesen sido apoyados para desarrollar productos que agreguen valor para la Nación?
En el 2002, Chávez utilizó por primera vez el término “generación de oro” para referirse a los atletas venezolanos que participaron en los Juegos Suramericanos celebrados en Brasil, término que posteriormente se extendió a toda la juventud criolla como símil de los procesos de cambio y evolución ocurridos en la sociedad venezolana. Más adelante, en una transmisión con varios ministros se refirió al historiador y educador Augusto Mijares, a propósito de la generación de oro, con el término de “lo afirmativo venezolano” señalando la necesidad de tener referentes positivos en esos jóvenes, formados con los más altos estándares de calidad en todos los aspectos, identificándonos con ellos y por ende, motivándonos a traer lo mejor de nosotros mismos y ponerlos al servicio de una construcción social colectiva.
¿Qué paso con esa motivación? ¿Cómo, a un año de las medidas económicas y la reconversión monetaria, podemos ubicarnos y situar el saldo “moral” durante el año de dicha “recuperación económica”? ¿Realmente se aprovechó esa enorme inversión social en el cuidado y mantenimiento de nuestro saldo social más importante? ¿Se ha cuidado ese potencial de la generación mejor preparada (posiblemente) de la historia del país?