Hace unos días, ha levantado cierta polémica la decisión del zoológico de Cincinnati (Estados Unidos) de sacrificar de un tiro al gorila que tenía sujeto a un niño de tres años que se había caído en su jaula. Siendo un animal como es, sus intenciones eran desconocidas por cuanto, aunque parecía no querer hacer daño al desafortunado niño, después lo arrastró por la charca sin demasiados miramientos. Ante la incertidumbre, el director del zoológico optó por abatir al animal para salvar al humano. Ello ha provocado las críticas de colectivos animalistas por cuanto consideran que podría haberse recurrido a dardos narcotizantes para dormir al simio y liberar al muchacho. Otros grupos de personas, más desaprensivos aun, han cuestionado a la madre por no prestar una atención suficiente a su hijo e impedir el accidente. A toro pasado, es sumamente fácil analizar situaciones y medir decisiones que, en un momento dado, han de ser inmediatas y drásticas, si de ellas depende la vida de un ser humano. Nada me causaría más pavor que la vida de un hijo mío pendiera de valoraciones filosóficas que estiman por igual la vida animal que la humana y les costara decidir entre ambas. Más de 200.000 de estas personas han firmado una protesta por considerar que se ha cometido un asesinato del gorila, apelando, además, a la policía para que actúe contra los padres del menor.
Sin embargo, tan sensibilizados ambientes animalistas nada esgrimen de si las jaulas debían ser más seguras, contar con más barreras de protección para prevenir accidentes protagonizados por una de las visitas más numerosas de un zoológico, los niños, ni, en última instancia, si el animal al que consideran “persona” no humana debía estar exhibiéndose en jaula alguna, por mucho que se reproduzca en ella su ambiente selvático. Lo cómodo y fácil es obviar estas cuestiones y criticar la valiente decisión del responsable del recinto por preservar la vidar de un niño sin ponerse a dudar ni un instante. ¿Qué habrían dicho esos colectivos críticos si,por procurar no sacrificar al animal y tardar en hacer su efecto el dardo tranquilizante, el gorila hubiera matado al niño, aun de manera involuntaria (un golpe, ahogado, etc.)? ¿Volverían a criticar la actuación del director del zoo? ¿Seguirían acusando de negligencia a la madre?
Cualquier persona que haya sido padre o madre sabe que ni siquiera mil ojos encima de una criatura infantil los libran de un despiste que, en la mayoría de las ocasiones, causa un susto tremendo pero no acarrea mayores consecuencias. Es imposible llevarlos atados todo el tiempo de una mano o de prestarles una atención que es constante y eficaz hasta que surge un accidente. Y los primeros en lamentarlo son los propios padres, cuya responsabilidad les lleva asumir inmediatamente esa incapacidad de una vigilancia aún mayor que, en la práctica, es imposible. Por eso, no me extrañaría que la madre del niño de Cincinnati deba estar todavía maldiciendo aquella visita al zoológico, padeciendo pesadillas en las que ella misma se ve como asesina de monos. Los que levantan críticas fáciles y simplistas provocan en personas responsables y serias este tipo de traumas hasta que son superados con el paso del tiempo y el olvido de los acusadores públicos.
También es probable que el sensato director que mandó disparar sobre el animal esté valorando obsesivamente si su decisión fue acertada o no. Es posible que ello sea así porque el director del zoo, al contrario de los que le critican, carece de certezas absolutas que guíen su conducta e iluminen sus decisiones, a pesar de lo cual toma resoluciones en función de las circunstancias; es decir, parece una persona responsable y seria. Los únicos que no parecen actuar con responsabilidad y seriedad son los que critican a la madre y al director del zoo por matar a un animal y salvar, así, la vida de un niño. Ante una situación semejante, a mi no me temblaría el pulso. Prefiero un gorila sacrificado, aunque sea el último ejemplar de su especie, a un niño muerto. Yo lo tengo claro. Estoy a favor del humano. Siempre