Revista América Latina

A Inti Illimani, la mejor vacuna contra el olvido.

Publicado el 05 septiembre 2024 por Adriana Goni Godoy @antropomemoria

Los Inti siempre

Pía Barros

A Inti Illimani, la mejor vacuna contra el olvido.

A Inti Illimani, la mejor

vacuna contra el olvido.

A Inti Illimani, la mejor vacuna contra el olvido.

Cuando íbamos silenciosas hacia la UTE, supe que esto iba a salir mal, por eso es que me puse a tararear a Tevito y mamá apretó fuerte mi mano antes de entrar al campus. Allí los habíamos visto por primera vez y nos habíamos enamorado cada cual de uno distinto: ella amó a Horacio, que bailaba su charango, yo amé a Max, tan grande y tan padre, con esos brazos que me cobijarían y sacudirían mi cabeza que hacía cuatro días había cumplido catorce años.

Éramos felices en nuestra vida de mujeres solas, aunque creo que ella se preocupó por mi ausencia de padre cuando le dije que mi amor era ese ecuatoriano de voz cálida.

Sentíamos allá lejos las bombas sobre La Moneda y yo sólo quería que ella no me soltara, que no se fuera tras los otros, cada uno diciendo algo distinto, desconcertados, trémulos. Yo le pregunté si ellos estarían ahí, pero me dijo que andaban de viaje, por Europa, y por entonces Europa era un continente tan lejano y misterioso al que jamás accederíamos. Los primeros disparos vinieron desde arriba y corrimos y todos corrían y la mano de mamá se perdió entre muchas y la locura comenzó entonces. No lo recuerdo todo sino como una sucesión de imágenes, miedos, temblores. Otra mano me dio un empujón y me arrojó en una zanja, otra me tironeó de allí y nos fuimos por las calles, con la mirada perdida y el terror congelando las pisadas. Creo que llovió un poco ese día, pero yo recuerdo como en una película llena de gritos, todo oscuro, todo azul. En el centro, me acurruqué junto a otros en un portal. Una mujer abrió la reja y luego la cerró para dejarnos dentro. No nos hizo pasar a la casa, sólo nos dejó ante la puerta, pero de pronto, todos los gestos los agradecíamos y comprendíamos el miedo ajeno, que era el nuestro. De cuando en cuando, en esa noche, carreras, y un disparo y el caer seco de un cuerpo a tierra.

La mañana siguiente fue una mañana quieta, con tanto silencio, que hería. Empezamos a caminar como si realmente fuéramos a alguna parte. Una mano tomó la mía y comencé a sentir el horror del vacío de la mano de mamá. Recordé que debía partir a Curicó, donde el tío Damián, a quien había visto solo una vez, porque ella repetía “Si algo sale mal, vas donde el tío Damián y punto”. Y todo estaba saliendo tan mal ahora. Miré la mano que me llevaba y el brazo y el rostro y también era un muchacho de ojos asustados. En Avenida Matta nos detuvo una patrulla militar y saltaron los uniformes a tierra. “Se acabaron los maricones aquí” gritó una voz y aferraron al muchacho y con unas tijeras empezaron a cortarle el pelo. Él ni se quejó cuando le cortaron un par de veces trozos de piel. Yo traté de escabullirme, pero los otros dos solados me tomaron y dijeron “Ahora las mujeres de esta patria parecerán mujeres” y a continuación me cortaron los pantalones a la altura de la rodilla y los rasgaron en un intento patético de que parecieran faldas. Mutilados, humillados, nos dejaron seguir. Entonces le pregunté Cómo te llamas, José, dijo y pensé en José Seves, y todo estuvo un poco mejor. Tratamos de escondernos en un portal, pero una manaza grande nos cogió por el cuello y nos arrojó al interior de una puerta. Creímos que sería el final. Allá dentro, unas caras de maquillaje corrido hablaban en susurros rodeando un brasero. Estábamos en un prostíbulo. Una de las mujeres nos alcanzó un té caliente “Pobres cabritos”, dijo. Nos dieron una frazada y nos acurrucamos juntos a dormir.

Me fui, una semana más tarde, a Curicó. No volví a ver a mamá, pero el tío Damián dijo que ella vivía ahora del oro de Moscú, que se daba la gran vida en Europa y yo recé para que estuviera cerca de Horacio y cantara con él a voz en cuello, mientras yo cosechaba manzanas, aguardando una carta que me llevaría junto a ella.

Jamás volví a entonar elpueblounido y ciertas palabras las borré del vocabulario. Así fue como me tuve que enterar que mi padre no había sido el compañero de mamá, sino el amante, y que ella no era mi mamá, sino una perra comunista.

El tío Damián me mandó tres años más tarde, a estudiar a Santiago y, antes de seis meses, me encontré vagando por Roma, buscando una dirección que alguien de la Vicaría me dio, junto con un pasaje, “Antes de que a ti también se te ponga peor, mijita”, junto con el nombre completo de mi madre, que ahora se llamaba “detenida desaparecida”.

No entendía el idioma, pero sí los abrazos y la solidaritá de ese pueblo que trataba inútilmente de que me sintiera como en casa. Yo nunca tuve casa, no una sola, y no podía sentirme como ellos deseaban. Pero allá, mientras limpiaba pisos en el hospital, atesoraba el trofeo de la entrada para verlos a ellos.

Entre gritos de y va a caer, y consignas, me senté en las gradas a esperarlos, como se aguarda la lluvia, tensa, como una cuerda, y anhelante, sí, anhelante de esas voces que me darían todo lo perdido, que me harían una casa en el corazón, como querían los italianos. Lloré y canté cada canción. Al amanecer, dejé la virginidad entre las sábanas de un napolitano de ojos melancólicos, del que sólo supe que se llamaba Luca, y que me dejó por esa noche, susurrarle una y mil veces, Max, Max, hasta que fue otro día.

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Y aunque fui cambiando, como los destierros, mi cuerpo estuvo con cada uno; el alemán en Niza, perdido como yo, fue el gentil Horacio que bailó conmigo muchas noches , hasta que en alguna, mi morenidad le cruzó la espalda alba y los cuerpos se enrevesaron para perder sus contornos.

Y vinieron los ochentas, con la rabia en la voz de José Seves apiadándose de mi cuerpo que soñaba con el Chile que inventé desde lejos, una caricatura hollywoodense de sus habitantes y sus aromos, sus afiches de un Chiloé que jamás conocí y tú me preguntas como fue el acoso aquel que obtuve, la voz de Manns en medio de los míos, mis hombres y su música en cada horror y cada ausencia, y los países fríos en los que habitaba, cada canción, una frase, irme quedando sola y envejecer tanto en tan poco, no ser como las otras ni los otros, no estar, no ser sino la espera de un regreso, mis hombres con M, Max, Marcelo, mis Josés, mis Horacios, incluyendo a Oliveira, y los otros tangibles de carne y hueso que iban y venían, sin quedarse acunando a esta mujer de ojos gastados que ponía nombres de cantantes al desarraigo y susurraba bajito para no espantar la ternura.

El rostro de mamá borroneándose de la fotografía prendida al pecho, pesadillas nocturnas de olvido, sentirme traidora porque ya no recordaba el sonido de su voz y tantos huesos que buscar para entierros tardíos, la tristeza de gritos, y va a caer, sabiendo que tal vez nunca, llegó volando el cuervo sobre mi pueblo, la primera amenaza de arruga en el filo de los ojos, leve, incontrolable ya, líneas de expresión dijo esa rumana de cutis planchado por nieves y fríos, y por fin, el regreso. Vuelvo con mi espera dura, y la calle, las risas y el plebiscito y todo por delante en una tierra que ya no podía reconocer como propia, porque sólo tenía pedacitos de país en el puzzle de la memoria, retazos que jamás compondrían un todo, vacíos y desencuentros y no pertenecer.

La larga espera de la alegría que ya viene, pero ustedes ahí, haciendo que las distancias se acortaran, un 8 de marzo y verlos entre otras, desde lejos, devorándome el amor inventado, esta vez Jorge Coulón y mi fidelidad sin límites a su voz de verso y cómo acercarme y decirle estoy aquí, siempre he estado, si tantas jovencitas los rodeaban y yo me hacía tan vieja por dentro, que creí que de un instante a otro me convertiría en polvo. Un hombre canoso y joven, con mi desgarro en sus ojos, prestó su piel a mis manos, y aunque no se llamaba Jorge, no importó.

Ahora, en este junio frío, sé con certeza que me iré antes que ustedes, ahora que me habita la enfermedad de los devastados y me morirá el cangrejo que aguarda agazapado en las mujeres de fotografías prendidas al pecho, he venido a verles, por última vez. Se ha ido la centuria y es un invierno de este siglo comenzado. Lloro al ver a muchachitos levantando el puño para cantar ese imposible elpueblounidojamásserávencido, pero cómo hubiese sido de lindo que ocurriese, y el llanto por dentro y por fuera, pero él me rescata y canta sólo para mí, escondida en el último asiento de la galería que entona cada canción, arriesgaré la piel, y me encojo, porque no quiero que vea mi cabeza calva de quimioterapias, mi piel cenicienta, porque si alguna vez, de reojo, me descubrieron en alguna presentación, deseo que me recuerden como era entonces, y no como ahora.

Esta noche la morfina seguirá el curso de las venas, más allá de las dosis indicadas.

Dejaré un espacio en la cama para amarrar mi piel al verso de Jorge y me apagaré abrazada a su piel ausente, besándolo, la cabeza apoyada en su hombro, haciendo el amor de los amantes viejos, tranquilo, profundo, reposado, fidelidad de pieles que se aguardaron tanto, tantos años.

Habrá un dolor antiguo al amanecer en las calles de este Santiago herido de memoria.

Tal vez alguien silbe el mercado de Testachio y todo esté bien, una vez más, los Inti siempre, y mamá de mi mano, sin soltarla.

Publicado por Pía Barros

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