El lunes estuvimos con Tomás Sánchez Santiago en Madrid. Acudió a La Casa Encendida a dar una conferencia y Mario Crespo y yo no quisimos perdérnoslo. Lo que tiene Madrid, en cuanto a los actos de esta índole y los recitales y presentaciones de libros, es que siempre hay retrasos. Nunca nada va sobre lo esperado, nada se ajusta a los horarios: el público suele llegar tarde (el metro, el autobús, el tráfico, la distancia, la salida del trabajo…), los conferenciantes y presentadores y también los poetas alargan sus intervenciones hasta límites intolerables (porque a menudo se pasan del tiempo que les han permitido), y así se van acumulando retrasos, de tal manera que un acto que debería empezar, por ejemplo, a las ocho de la tarde y terminar a las nueve, puede acabar a las diez y media por las demoras y por los excesos orales de los participantes. Tengo amigos que organizan actos y juran que empezarán a la hora. Luego no pueden cumplirlo: porque, si a la hora señalada no hay nadie, y la gente tarda treinta minutos en asomar el gañote, no se puede hablar para una sala vacía.
Por eso, cuando llega alguien de fuera y hay retrasos, yo me siento incómodo respecto al visitante. Aunque Madrid no sea mi ciudad de origen ni sea cosa mía la organización del acto. Esa sensación la tuve el lunes y tengo que señalarlo porque alguien debe decirlo: a Tomás le tocaba hablar a las siete de la tarde y él llegó antes de la hora, con antelación, pero entre los retrasos habituales y los conferenciantes que comen más tiempo del que les toca, empezó su explicación sobre ciertas claves de la obra de Claudio Rodríguez en torno a las nueve menos veinte de la noche. Lo peor fue que, como a las nueve y media, al parecer, cerraban las salas, interrumpieron su conferencia (destinada a universitarios apuntados a un curso de tres días sobre Claudio y sobre José Ángel Valente), y doy fe de lo mucho que estábamos disfrutando con sus explicaciones sobre la voz y las despedidas en los poemas de nuestro paisano. Cuando Tomás se pone a hablar, te embruja, y eso se notó en los aplausos de los estudiantes, y también me lo dijo Mario al término de la breve conferencia interrumpida. Pero a nuestro buen amigo Tomás le dan igual los cumplidos y los elogios, creo que nunca se los toma en serio o es demasiado humilde para aceptarlos: en ese sentido, es como esas chicas de nuestra adolescencia que no nos hacían caso, esas a las que uno piropeaba y, como respuesta, te hablaban del tiempo o de lo que fuera. Digo todo esto en broma y en el buen sentido. El asunto es que me sentí incómodo: alguien se desplaza, viaja en tren, se pasea por Madrid, se aloja en un hotel, va de aquí para allá con un cartapacio bajo el brazo y el cartapacio contiene folios de un estudio que ha preparado con paciencia de relojero durante meses, y al final ni siquiera puede contarle a los muchachos lo que tenía preparado. Sé que es frustrante. No estoy echando la culpa a nadie: en Madrid esto es habitual y Tomás lo aceptó con deportividad. En Madrid vas a un recital de veinte minutos y te acaba ocupando más de dos horas de tu vida; como mínimo.
Sin embargo, y pese a que su charla sólo duró unos cuarenta y cinco minutos, creo que los estudiantes se engancharon. Que amaron un poco más la obra de Claudio. Y eso, al fin y al cabo, es lo que importa. Breve, pero certero. Corto, pero interesante. Tomás nos presentó al poeta, crítico y traductor Jordi Doce, a quien de vez en cuando leo en su blog, y al poeta y profesor Miguel Marinas. También estaba Clara Miranda, la viuda de Claudio: como siempre, sonriente y encantadora.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla