Así, después de casi un año de avisarnos que se iba a morir, ahora se murió del todo Toño Mejía. Me resisto a hacerle un obituario al uso: en octubre de 1982 escribí en El Editorial:
“Toño Mejía maneja con igual destreza los códigos y los trompos. Hay que verlo sacar uno, enrollado con qué práctica, listo para ponerlo a bailar, del bolsillo de su chaqueta, con la ingenua seriedad de las cosas verdaderamente importantes. Le habrá de parecer que servir para hacer trompos tiene que ser uno de los mejores destinos de la madera. Tal vez para eso justifique él, guardabosque oficioso, que se tumbe un árbol. Para eso o para hacer una carretilla qué enganchar a su yegua, extranjera en las calles asfaltadas del barrio donde vive Toño, él mismo extraño a ellas. / Toño tiene dentro un carretillero que se le sale por las manos, jartas de teclas, mejor dispuestas para manejar riendas. De ahí que muestre con singular orgullo su patente de carretillero. Pero su carretilla tiene un especial destino: pasear a los muchachitos de su vecindad. Y a Miguel y a Felipe*, los hijos del carretillero. /
Si Saint—Exúpery le hubiera dedicado El principito a Toño Mejía, no se habría visto en el predicamento que pasó para hacerlo a Leon Werth. Le habría bastado con poner: a Toño Mejía que a pesar de la envoltura es un niño. O, como él mismo mejor lo dijo: que es un niño grande.”
*Aun no nacía Simón, su Cachorro: Simón El Avispadito. Conste.
Jose F. Calle
Libélula libros
