Qué bonitas son las mañanas en nuestra casa. Lo pasamos tan bien que a la media hora de tomar consciencia ya se me han quitado las ganas de vivir. Para siempre. Que conste que lo vengo avisando, si no llego a vieja la culpa es del colacao. Y de la Asociación Española de Pediatría por recomendarme que les dé quinientos mililitros de leche al día a las niñas. Qué felices seríamos todos si en lugar del medio litro de lácteos fuera medio kilo de galletas, quinientos gramos de peritas de San Juan o incluso la medida equivalente de brócoli. Pero no. Lo dicen bien clarito: cincuenta centilitros de lácteos. Al día. Una que además de follower es ingeniera lo sigue a rajatabla.
Yo sé, por ejemplo, que las tazas de nuestra vajilla de diario son de doscientosveinticinco, que las que trajo El Marido de África son de doscientoscuarenta y que la que se rompió ayer era de doscientosdiez. Sé además que los yogures Danone son de cientoveinticinco y los Activia redonditos de cientoquince. Y sumo. Por tres. Y calculo. Y no me doy por vencida hasta que en cada uno de los tres buches de mis tres queridas han entrado los quinientos mililitros de rigor. Pero me está costando la poca juventud que me quedaba. Avisados están.
Yo por las mañanas me levanto ya cabreada. Para ahorrar tiempo. Si El Marido no ha huido en uno de esos viajes de negocios que estoy segurísima se inventa para ahorrarse el colacao, él va preparando el desayuno mientras yo voy haciendo camas a medida que desciendo pisos de nuestra vivienda unifamiliar. Mientras me encaramo a la litera de La Segunda para abullonar la almohada como mandan los cánones empieza mi ritual a grito pelado: ¿Os habéis tomado ya el colacao? A lo que ellas responden al unísono: ¡Casi! Una podría deducir de tan convincente respuesta que efectivamente van por lo menos por la mitad de la taza. Ni en pintura. Ese casi significa ni hemos empezado ni tenemos intención de hacerlo. Que lo sepas.
Indefectiblemente,cuando por fin hago mi aparición estelar en la planta baja precedida por un temblor de escala cinco que no presagia nada bueno, las huevonas de mis hijas están mareando la pajita. Pero sorbo, lo que se dice sorbo, ni uno. En ese momento mi tensión se dispara un mínimo de cinco puntos y ya entre mi persona y un ictus con hemiplejia sólo queda el colacao. La Primera suele claudicar a la segunda amenaza, sobretodo cuando ésta incluye la cancelación de la inminente celebración de su séptimo cumpleaños. La Segunda me mira sin verme mientras se toma el colacao a un ritmo de infarto. El que me va a dar a mí de verla beber tan despacio.
Y ya sólo queda una. Qué alivio pensarán ustedes. Pues no. La Tercera sigue sin inmutarse repartiendo gutenmorgens a grito pelado con un buen humor para matarla. Me acerco a ella con una mezcla de aprensión y determinación. Le canto, le bailo, la castigo en el baño, la saco del baño, recojo el papel higiénico que ha desenrollado por completo. Le grito, le beso, hacemos chinchín. Bebemos con pajita, a morro, a cucharadas. Le suplico, le exijo, le amenazo y le ruego. Por lo que más quiera. Y se lo bebe.
En ese momento de gloria divina ya sólo me queda que se laven los dientes, la cara y las manos. Que se vistan. Que se peinen. Que recojan. Y que se vayan. De una vez por todas.
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