—Aparca aquí, hemos llegado.
El edificio era de un gris horrible, y mira que me encanta ese color, para la ropa, para las paredes, para los muebles, para todo vaya, menos para entrar dentro.
Unas escaleras grises haciendo puente con el asfalto gris y luego una puerta de cristal con marcos grises que se abrían y cerraban solo para la gente gris. Se abrió. Entré.
Un suspiro. Pies imantados en el suelo y una ojeada a la inmensa altura del techo. Ojalá yo siendo helio…
—Tengo miedo.
—Tranquila.
Tras pasar el arco policial y unos cuantos pasillos me siento en el banco con mi abogado. No deja de hablarme y yo solo les miro a ellos. Aquellos que en su día me quisieron tanto. Esos que sólo han querido ver lo que les contaron. Aquellos que nunca más quisieron saber de mi. Se ríen. Me miran de reojo. Vuelven a reírse. Van a ganar. Lo sé. ¿Qué hago aquí? No me gusta jugar a intentarlo. Siempre pierdo. Voy a llorar. No quiero entrar.
Entonces recuerdo qué hago allí. Mis hijos. Mis hijos. Mis hijos. Soy una buena madre. Me quieren. Les quiero.
Mis entrañas hacen toc toc. ¿Qué queréis ahora? ¿No veis que me voy a caer en pedazos? ¡Tregua! ¡Calma! Ahora el corazón. ¿Tú también? ¡Cállate! No oigo nada. Deja de hacer ruido.
Cruzo los brazos. Me miro los zapatos. Vámonos. No quiero que me pisen más. Aquí no hay felpudos. Las trincheras se han callado. Qué infarto. Ata a los caballos. Me están pisando. Me han pisado. Huele mal. Huele a mi historia. Anulada y con vergüenza. Me desangro.
—¿Ángela Izquierdo ?
Me llaman. Una señora en la puerta me nombra como quien pasa consulta cuando estás con gripe esperando una dosis de cuidado. Puta enfermedad la que me espera. Echar de menos. Soy un número. Exactamente mi DNI y unas agujas del reloj que mira el juez desde la mesa que se ve al fondo de la sala. Me siento hasta que molesto. Qué raro.
—No quiero entrar sin ti.
Entro sola. Me toco la barriga, respiro, tranquila tranquila cien mil veces más y entro.
Me siento. Me mareo. Las paredes son marrones, me queda fatal, y el banco es incómodo, como morir, igual de incómodo. No miro a mi derecha, está él, seguro pero nervioso, le conozco demasiado como para saber que todo esto solo es fruto de su aplauso. Recuerdo aquella carta, eres la mejor madre del mundo.
Todos hablan, yo solo pienso en ella, mamá que bonita eres, mamá mira que dibujo, mamá quiero dormir contigo, mamá mira qué hago, mamá estoy nerviosa ¿y si me equivoco?, mamá cuéntame un cuento… y también solo pienso en él. En cómo vomitaba las aceitunas en medio de la noche, en cómo saltaba en la cama lleno de felicidad, en sus miradas desde la portería, ¿mamá has visto ? Lo he parado por ti. Tan diferentes y tan iguales. La primera vez que entraron al colegio, ella agarrada a mí llorando, él saltando de alegría. Me sé de memoria los disfraces de cada curso escolar. No cuenta. Nada es importante sin dinero.
Es curioso, hubo un viaje que no quería ir porque separarme de mi bebé era irme sin corazón a alguna parte y bah no pasaba nada. Nadie se acuerda, el olvido es tan interesado…
Le miro…¿ y ahora que les vas a contar? Si los parques ni te conocen, si te hacías el dormido cuando lloraban. Si sus fiebres no te han visto.
Paro los minutos que me hacen recordarlo todo y empiezo a escuchar.
Que mal lo hago todo dicen. Esa no soy yo. Quiero hablar. Eso es mentira. No me dejan. Oigo a una señora hablar bien de mí y mejor de él. A otra señora mirarme y hacerme preguntas frías, sin sentido y llenas de dinero en la boca. En tan pocos minutos se puede faltar tanto a la verdad, que frío todo, que insulso, menudo resumen sobre mi persona. No cuenta el acoso, ni la anulación, llevar el pelo bonito y unos vaqueros ceñidos cuenta como que no te ha pasado nada. Aquella vez le quité la denuncia por amor a mis hijos, no cuenta. Oigo “tanto miedo no tendrá si prefirió denunciarlo más tarde”. Estoy vendida. Es mi cuadra. Estoy agotada. Hundida. Llena de fuerza por fuera. No me tiemblan las piernas pero sí el alma. Puedo oír cómo me rajan los cristales. ¿Cuándo me muero? Así era la hoguera…
Visto para sentencia.
Cojo mi chaqueta, abro la puerta y no miro atrás. En frente hay un agujero, lo quiero saltar para llegar a sus brazos. Nadie de mi familia ha venido. Nadie me apoya. Me abraza. Vámonos. Lloro.
—¿Qué tal ha ido?
—Vámonos. Vámonos.
Nos gritan. Relinchan. Galopan. Me aplastan.
No me dieron oportunidad de hablar. Solo habló un abogado en mi nombre, allí no se cantaban las nanas que yo inventé para ellos, no se mostraban las miles de fotos que les hice para que no olvidaran nunca quienes fueron, allí no se renunciaba a trabajos para verles crecer plenos, allí nada, de las millones de cosas que aún por las noches tengo que contar.
—Me han pisado el corazón. Soy una mierda.
—Saldremos de esta mi amor.
Me voy andando en un abrazo. Bajo otra vez las escaleras. A mi izquierda está ese edificio gris. No lloro. O sí. Qué más da. A mí me lloran los años, a los pies de los caballos.
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