Veía el pasado viernes El coleccionista de huesos de Philip Noyce y en el inevitable momento en el que los detectives ponen sobre la mesa viejos casos sin resolver para descubrir que el psycho killer de turno lleva más de lo que creíamos en acción y refinando sus homicidas rutinas, pensaba que ocurre con esos expedientes polvorientos y olvidados algo parecido a lo que sucede con algunas, las primeras, novelas de nuestros autores más apreciados. Llegamos a ellas tarde, cuando ya hemos visto las cotas de genio y talento que aquellos pueden alcanzar. Y aunque es cierto que, pese a su innegable calidad, nos puedan parecer muestras menores por aquello de las comparaciones, no lo es menos que sólo merced a la distancia y a la perspectiva que otorga esa lectura tardía o a posteriori, reconocemos en estas novelas a los hijos de paso más o menos vacilante de su padre.
Me ocurrió, por ejemplo, con el Goodbye Columbus de Philip Roth, que leí sólo después de que la trilogía de América y todo Zuckermann me dejaran pasmada, y me ha ocurrido con esta A merced de la tempestad de Robertson Davies, con la que Libros del Asteroide inaugura la trilogía de Salterton; ya saben Vds. que a Davies, como al trágico Esquilo, le gustaba escribir sus obras de tres en tres. Pues bien, con su tono intelectual, su más que inteligente sentido del humor, su brillante uso de la ironía dramática y de la ironía sin más, y su nutrido elenco de pintorescos personajes, se revela esta historia como fruto innegable de la pluma de Davies, por más que su trama de vodevil no tenga parangón con la intrincada, perfecta y rotunda trama de la trilogía de Deptford, que no posea ni de lejos la sofisticación de la de Cornish y que sus personajes, lejos de ser zarandeados sin compasión por el Destino o la Providencia, sean arropados con cariño por un autor, que, pese a la severidad de su gesto, debió reírse entre dientes todo el tiempo que duró la escritura de A merced de la tempestad.
En fin, que yo, en su lugar, leería.