Hoy es Día de los Padres. Y como es Día de los Padres debo decir que, a contracorriente de lo que nos quieren hacer creer los medios de comunicación masiva y los elementos más extremos del feminismo radical, los padres hacen, y digo esto con orgullo: hacemos falta.
El mío, don Vidal Guzmán Hernández, era un campesino puertorriqueño, o jíbaro como decimos nosotros, que en su juventud trabajó en el campo, cortando caña incluso, y cuando se hizo hombre se vino a Estados Unidos, como lo hicieron muchos otros campesinos puertorriqueños en la década de los 50, a Gary Indiana, donde trabajó en la entonces pujante industria del acero.
Allí, como muchos otros puertorriqueños, pasó de ser jíbaro a ser obrero, transformación o tragedia que marcó el pathos de la cultura puertorriqueña del siglo XX. Mi mamá, ama de casa como era lo esperado de la mujeres puertorriqueñas de la época, me contaba como él, hombre del Trópico, llegaba a la casa extenuado y literalmente congelado, al punto que ella tenía calentar agua para descongelarlo (“…Borinquen es pura flama y aquí me muero de frío...” decía el ilustre poema de Virgilio Dávila).
Cuando ya se había acostumbrado a la vida en Indiana, tuvo que regresar a Puerto Rico para cuidar a su padre, mi abuelo Félix, cuya salud estaba desmejorando aceleradamente.
Recuerdo su cansancio. Desde que regresó a Puerto Rico hasta su prematura muerte a los 54 años, fue vendedor de telas de puerta en puerta, despachador en puestos de gasolina, guardia de seguridad, trabajador en los camiones recogedores de basura, en fin, todo lo que pudo ser para sostener a su familia. Cuando el momento lo requería, tenía dos trabajos a tiempo completo y sólo iba a casa a dormir.
Recuerdo su tenacidad. Los Guzmanes tenemos la fama, buena o mala según se vea, de arrastrar nuestros odios hasta el momento de nuestra muerte y de ser incapaces de rendirnos. Se dice que nunca perdonamos y que siempre tenemos una venganza agazapada muy adentro. Aprendí en mi padre que lo que se dice de nuestros odios, se puede decir también de nuestros amores. Aprendí también que, al menos mi padre, sí era incapaz de amilanarse y mucho menos rendirse. Mi familia me ha contado muchas historias que ejemplifican esa cualidad suya.
Recuerdo, más que nada, su compromiso con nosotros, su familia. Adoró a mi madre desde el día en que se enamoró de ella hasta su muerte, y nos adoró a nosotros sus hijos.
Y recuerdo también que cuando murió, la gente de mi barrio asistió a sus funerales como si de un alto dignatario se tratara, y venía a decirnos a mi hermano y a mí lo buen hombre que era, lo decente y honorable que era.
Tres décadas después de su muerte, todavía lo extraño y todavía, siguiendo la costumbre puertorriqueña de pedirle la bendición a nuestros mayores cuando los saludamos, todavía cada mañana voy a su foto y le pido que me eche su bendición.
Si Dios me concede algo, que me conceda ser para mi hija el padre que el mío fue para mí.