Siempre ha sido mi propósito –mi raison d’être, que diría Oskar, el protagonista de la enternecedora novela Tan fuerte, tan cerca, escrita por Jonathan Safran Foer, la mejor surgida del 11S a mi gusto, y las ha habido buenas- ser creadora y no destructora, por eso a mis treinta y tres años recién cumplidos (a mis veintitrece, que diría Sabina) pretendo escribir una novela (en camino) y tener un hijo (también ya en camino). Pero detenerme ahí supone quedarme corta, pues me doy cuenta de que la vida se me antoja cada vez más apasionante.
¿Quién lo diría? A lo largo de mi juventud he visto a la gente mayor que yo contemplar mis años con envidia. En mis cumpleaños, mi hermana mayor siempre me preguntaba: ¿cuántos cumples? Y cuando respondía, ella exclamaba: ¡quién los tuviera! (por cierto, que ya no lo hace, qué gracioso). Mi abuela siempre se quitaba años, mi madre dice que porque era muy coqueta, como si el hecho de tener ochenta en lugar de ochenta y dos restase arrugas. Solo cuando murió y sus hijas recogieron sus cosas, descubrieron la verdadera fecha de nacimiento en su carnet de identidad. En fin, como pasa siempre, todo lo entenderé cuando me toque entenderlo.
De adolescente odiaba, odiaba con todo mi corazón, que mi familia observase condescendientemente mi rebeldía y me dijeran: ya cambiarás. Entonces me marchaba a mi cuarto y escribía furibunda en mi diario -con todas las palabras, nada de abreviaturas tipo sms, que en aquella época no se llevaban y además yo siempre he leído mucho y he reverenciado cada sustantivo, verbo, adjetivo y demás como si tuvieran sentimientos- que nadie me respetaba, que yo era lo que era ahora y que quién sabe lo que sucedería en el futuro pero que yo ya era una persona y no se podían descartar mis convicciones como si no fuesen válidas por culpa de mi edad.
Me he fijado en que con los niños ocurre algo similar. Da la impresión de que muchos adultos parecen estar aguardando a que se hagan mayores, como si todavía no fuesen seres humanos completos, como si sus almas fueran de tienda de cien. Se les observa actuar, comer y no digamos hablar, como si pseudoactuasen, pseudocomiesen y pseudohablasen. Poca gente se toma su tiempo para charlar con ellos en serio, tomando en cuenta sus opiniones y sin reírse –aunque sea conmovidos- por su forma infantil de interpretar el mundo. Muchos se sorprenderían de lo justa, razonable y lógica que suele ser una mente de menos de diez años.
Es, ahora me doy cuenta, como ese patriotismo absurdo que padecen algunos y que les impulsa a decir con gran absurdez que su lengua es “mejor” (“el español es mejor que el inglés”, por ejemplo), como si fuéramos patriotas de la edad pero al mismo tiempo sintiendo un poco de envidia por esos territorios que nos parecen ya tan lejanos.
En fin, comenzaba esta entrada escribiendo que los años venideros me resultan apasionantes. Y es que yo no creo que vaya a querer quitarme nunca años como mi abuela, porque sentiría que estoy traicionando el tiempo del que goza mi existencia. Ya soy diez años mayor que mi hermano cuando murió en un accidente de coche. ¡La de cosas que hubiera hecho él con una década más! Por eso si estamos bien, si estamos bien deberíamos sentir que la fortuna nos sonríe cada día que nos recibe como un cuaderno en blanco. Además, ¿qué año me quito? ¿El del nacimiento de mi bebé, el de mi primer beso, el de la tragedia que acabo de mencionar? Todos me han hecho lo que soy ahora, todos forman parte de mí. Por otra parte, la vida se me presenta llena de emoción. No sé cuáles son los dramas que me aguardan pero sin duda a partir de ahora intuyo las alegrías. Un hijo que cada día se irá convirtiendo en un ser sorprendente, si es posible aún más hijos, el amor que me llena de besos todos los días, la creatividad que me impulsa a la vida como un cohete pinchando las nubes, avanzar por un camino lleno de amistad, volcanes en erupción y otros avatares.
Ayer estuve con una amiga que también espera un bebé y hablamos de cómo se había transformado su familia. Antes solo estaban su madre, que es viuda, su hermano y ella. Tenían una pequeña mesa en su cocina donde comían cada día. Su madre conoció al que sería su nuevo marido en unas clases de baile. Después su hermano se casó con su novia de toda la vida, tuvieron una niña y ahora esperan otra. Ahora mi amiga y su pareja aportan otro miembro más. Total, que han pasado del silencio de una cuchara contra un plato de sopa en una mesa para tres a ser nueve llenándolo todo de carcajadas. Igual pasa en la gran película Antonia, de Marleen Gorris. Antonia y su hija llegan al pueblo y de dos pasan a tropecientos a medida que su mesa se va llenando de familia y amigos.
En mi vida quiero poner una mesa enorme llena de comida y amor. No necesito más.
Mi familia. Yo soy la niña morena con la boca abierta.