Revista Sociedad

A orillas del Genil

Publicado el 13 septiembre 2013 por Abel Ros

Todos portamos el collar que nos identifica como clase ante los ojos de los otros


A orillas del Genil
ecía Hobbes que la libertad es la ausencia de impedimentos al movimiento. Somos, más o menos libres, en función de los obstáculos que hallamos para alcanzar nuestro sino. Son, las barreras que determinan la existencia de los mortales, las que definen como libres o como esclavos al inquieto que llevamos dentro. Todas las mañanas, Alberto y José – dos jubilados del treinta y seis – hablaban, largo y tendido, sobre estos y otros temas en su largo caminar por las orillas del Genil. Desde el pasaje de San José hasta la paralela de Santa María, el diálogo de los cuñados se entremezclaba con el baile de las palomas y el despertar de las persianas. Alberto, lector insaciable de Maeztu y Unamuno, sabía de lo que hablaba cuando hablaba de la vida. Las cárceles del franquismo, recordaba mientras caminaba, son las mismas que hoy hay en México o Santo Domingo. Recuerdo, querido Pepe, aquellas mañanas de enero cuando los tricornios de Francisco nos trasladaban desde las celdas hasta el patio. Nos trasladaban como a cerdos hacinados para marcar nuestras espaldas con los látigos del castigo. Recuerdas - le interrumpió José – cuando las ranas saludaban por las mañanas a las universitarias y los gatos maullaban desde los tejados de Granada. Aún tengo en mi casa aquella vieja foto que nos hicimos desde lo alto de la Alhambra con el Albaicín como fondo.

En días como hoy, la fantasía del consumo ha sustituido a los barrotes de Foncalent por una jaula de zombis alienados por la publicidad y la cultura del tener. Las necesidades artificiales construidas por el simbolismo del capitalismo han hecho que la felicidad de los mortales sea el resultado de el "tanto tienes, tanto vales". De nada ha servido las lecciones del presente para corregir los errores futuros. Mientras no cambiemos los marcos culturales – decía José, desde su posición de sociólogo – seguiremos tropezando como inútiles con las piedras de un camino marcado por la envidia y la codicia. Son precisamente las emociones tóxicas del pasajero, las que convierten al viaje de los humanos en una senda de frustraciones y depresiones. Por ello, querido cuñado, mientras mi nieto sueña con el Samsung Galaxy IV, éste que te acompaña, continúa con su Nokia de los tiempos cadavéricos. Es precisamente, esta maldita cultura del dinero, la que ha deshumanizado al hombre y lo ha convertido en un objeto más de "usar y tirar" en los vertederos del ahora.

El dinero es el lubricante que nos sirve para mantener encendidos los motores del interés. Cuando el hombre alcanza un estado de confort que le permite vivir sin las órdenes de nadie, es cuando el uso de la libertad se convierte en el punto álgido del debate. 

Hace años en una comida familiar, mientras los niños de San Ildefonso cantaban los números de Navidad, surgió una interesante conversación acerca del dinero y la pobreza. Decía mi hermano – mileurista y licenciado – que si algún día le tocase la lotería prefería una cantidad moderada, que le permitiera vivir una vida tranquila, a una cantidad desmesurada que lo condenase a una existencia corrupta. Decía este aristotélico de los tiempos "marianistas" que: "una cantidad desmesurada es garantía de ruptura con muchos ámbitos de la vida". El enriquecimiento súbito derrumba de un plumazo la etiqueta que nos cuelga. Todos, absolutamente todos, portamos el collar que nos identifica como clase ante los ojos de los otros. Cuando subimos o bajamos por el ascensor social – en palabras del leopardo – vemos como se cierran y se abren nuevos círculos circunstanciales en los escenarios vividos. Es por ello, que muchos de los "nuevos ricos" no han construido bien el puente que une las orillas de sus orígenes con el estruendo del dinero.

La fantasía del consumo ha sustituido los barrotes de Foncalent por una jaula de zombis alienados por la cultura del tener

¿Dónde está la coherencia entre la praxis y los valores? Hablamos, decía José, de igualdad de género y sin embargo la mujer del XXI sigue siendo el sexo débil en las oficinas de Jacinto. Sacamos pecho con el respeto al medio ambiente mientras las aguas del Genil cabalgan despacio por la dejadez de su amo.  Estamos en una sociedad desierta de coherencia. Una sociedad, querido Alberto, de "dimes y diretes" pero con la llama apagada de los indignados de Hessel. Un paisaje de corruptos y élites intoxicadas por el interés de los partidos. Es necesario, querido Alberto, que los hijos de los nuestros sean conscientes de la incoherencia que vivimos. Deben, y ellos son los responsables, de denunciar esta contradicción entre práctica y teoría. Una sociedad paradójica es la peor herencia que le podemos dejar a las generaciones futuras. Mientras no seamos coherentes con lo que decimos y lo que hacemos seguiremos llenando el río con vertidos y desechos. Lo seguiremos llenando, querido cuñado, sin darnos cuenta que cientos de truchas, carpas y calandinos mueren cada día en las callejuelas del Sacromonte. 

Artículos relacionados:
Repensar lo verde


Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revista