Junio 1988
Suena el teléfono. Berta está en la cama. Mira el reloj. Las siete de la mañana. Lo coge y escucha. Se dobla de dolor. Es su primer dolor verdadero.
Agosto 1988
Suena el teléfono.Berta está trabajando. Lo coge y escucha. Llora desconsoladamente con enorme pesar.
1969
Berta aunque sólo tenía once años disfrutaba en esas fiestas familiares en que sólo había personas adultas o niños pequeños. Nadie de su edad. Pero a ella no le importaba, porque los quería a todos. Además la dejaban quedarse con los mayores y observaba.
Su familia era todo menos tranquila. En esas reuniones siempre había alboroto. Todos hablaban bastante alto, discutían entre ellos a voces aunque no estuvieran enfadados. Y reían, reían mucho. Bueno, había de todo, risas y sonrisas. Femeninas y masculinas. De estas últimas la que más le gustaba a Berta no era bonita, la verdad, pero era color humo, atractiva, ingeniosa y picarona. No la hubiera confundido con ninguna otra. Otras sonrisas eran sonrisas "medio sonrisas", tristes aun sin estarlo, tímidas a la vez que rebeldes.
Las risas femeninas, jóvenes, generosas y felices, contagiaban con facilidad a Berta. Todas estaban acostumbradas a dar besos de amor, todas menos una que se quedó a punto de darlos. Una de ellas, además de femenina, era coqueta, atrevida y apasionada. A veces no era tan sencillo reconocerla: Un día enseñaba unos dientes pequeños y manchados, otros se escondía detrás de una alambrada, y al siguiente se había transformado en la sonrisa más blanca, sensual y con los dientes más perfectos que Berta había visto jamás.
Pero había dos sonrisas que Berta adoraba especialmente: " Las desmontables". Una era amable, soñadora e inquebrantable. La otra, casi un esbozo de sonrisa, era seria, inteligente y auténtica. Berta las miraba y recordaba cómo, cuándo era sólo una niña, se quedaba con la boca abierta al verlas desprenderse de su encía y recolocarse acto seguido como si nada. Ahora, con once años, como ya era mayor, sabía perfectamente qué era lo que había ocurrido: las dueñas habían perdido sus verdaderas sonrisas por tantas cosas malas por las que tuvieron que pasar en la guerra, pero como eran tan valientes y querían tanto a todos, habían pedido ayuda al dentista para no tener que dejar de sonreír.
De fondo de la fiesta siempre las risas ruidosas, alegres y juguetonas de los más pequeños.
1988
Pero todo cambia. El tiempo pasa, o más bien pasamos nosotros. Aquellos dos días en los que el teléfono sonó a deshora, Berta sintió sus dos primeros dolores verdaderos. Sus dos abuelas se fueron casi a la vez, desapareciendo con ellas no sólo su precioso pelo de algodón, sino también todas sus vivencias , las horribles y las maravillosas.
Berta, entonces, empezó a dar demasiadas vueltas a la cabeza sobre la vida y la muerte, hasta que buscando consuelo en los libros, lo encontró:
" Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida." ( Spinoza)
" Si por eternidad se entiende, no una duración temporal finita, sino intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente" ( Wittgenstein)
Vida, intemporalidad, presente. Berta inspiró hondo y expulsó el aire despacio, despacio...
Hoy
La vida sigue al igual que las fiestas familiares. Las " desmontables" no están, pero dejaron su poso de intemporalidad, y por eso el resto de sonrisas y risas siguen aguantando tenaces, sin rendirse a pesar de los pesares. Ni siquiera la sonrisa color humo tira la toalla, y eso que está algo marchita y le cuesta bastante respirar. También siguen el alboroto, las voces y de fondo las risas infantiles y juguetonas, éstas hijas de aquellas otras.
Berta ahora, con cincuenta y seis años, sí es mayor de verdad, y sabe que no hace falta pedir ayuda al dentista para no dejar de sonreír. A pesar del dolor, a pesar de los pesares.
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