Te encuentras este libro en tu biblioteca. Ana Basualdo lo mencionó mientras tomabais un café, mientras hablaba de tu primera novela. No sabes muy bien por qué mencionó a Bruno Schulz, ni tampoco por qué estás escribiendo todo esto en segunda persona. Sabes que compraste el libro en una librería de viejo. Seguro lo compraste después de leer la novela El mesías de Estocolmo de una de tus escritoras preferidas, Cynthia Ozick, cuyo protagonista está obsesionado con que su padre desaparecido problamente fue Bruno Schulz. En todo caso no habías leíado a Bruno Schulz cuando escribiste tu primera novela, cuyo personaje está obsesionado con Antonin Artaud, ni tampoco habías leído a Cynthia Ozick, al menos eso crees. (La segunda persona sigue sin convencerte.) En fin, lees a Bruno Schulz desde la perspectiva de El mesías de Estocolmo. Es inevitable. Te cuesta un poco, porque hay algunos cuentos que abundan en descripciones que (te conoces) desde hace un tiempo te aburren sobremanera. Esas descripciones que envejecieron mal. Ese estilo que personifica todo y que fluye poético, ese estilo que todos reconocen como "bien escrito", como "literario". Por ejemplo: "Entonces ocurría que el silencio descendía de la cama y se dirigía hacia un rincón del cuarto". No son tus cuentos preferidos, no, aunque coincides en que están deliciosamente escritos, nadie lo va a discutir. Pero esos otros cuentos, ay, esa figura del padre, un tipo raro, medio loco, que hace cosas extrañísimas y por encima de todo se obsesiona con proyectos delirantes.Te fascinan los personajes que se obsesionan. Como los protagonistas de las películas de Werner Herzog. Como los protagonistas de la narrativa de Cynthia Ozick. De Saul Bellow.
Son cuentos, sí, pero todos narran el mismo universo, son postales del mismo imaginario. Un pueblecito de provincias. Una familia del todo peculiar. En Las tiendas de color canela (1934), el padre obsesionado con los maniquíes (entonces te acuerdas de Tadeusz Kantor). Tan obsesionado está que elabora una teoría sobre la "fertilidad de la materia". La sensualidad de Adela, la criada, que fascina a este narrador niño. En Sanatorio bajo la clepsidra (1937) los cuentos comienzan a rondar eso que llamas rarismo y que disfrutas como una enana. Una celebración de la imaginación, con cuentos entre kafkianos, borgianos, ballardianos, cuentos que suceden en tiempos paralelos. Aquello que podría haber sido, aquello que tal vez aconteció en realidades alternativas. Un cuento donde arrestan al narrador por lo que ha soñado. Un cuento donde el narrador llega a un sanatorio donde está internado su padre y donde todos están ebrios de sueño y dan cabezadas a cada rato. Un tío, Dodó, que solo recuerda el presente y otro, Hieronim, que vive encerrado en su cuarto. Un jubilado que vuelve a la escuela (y otra vez recuerdas a Tadeusz Kantor). Y quizá el cuento que más te ha gustado, cuento de aplausos: "La última escapada de mi padre", un cuento excelente. El padre ya ha muerto, pero es como si hubiera muerto a plazos porque tanto la madre como el narrador lo reconocen en cualquier cosa, también en los insectos.
"En aquella época mi padre ya había muerto definitivamente. Moría repetidas veces, no del todo, siempre con ciertas reservas que obligaban a revisar el hecho. Esto tenía su lado positivo. Descomponiendo su muerte en varios plazos, nos familiarizaba con la idea de su partida. Nos volvimos indiferentes a sus regresos, cada vez más reducidos, más lastimeros. Su fisonomía, él ya ausente, se dispersó por la habitación donde había vivido, se enramó formando en diversos puntos extraños nudos de similitudes increíblemente expresivas. Los empapelados imitaban en algunos lugares sus tics, los arabescos se formaban en la dolorosa anatomía de su risa, distribuida en simétricos miembros como el trazo petrificado de un trilobita."
El tomo, lamentablemente agotado y no reeditado, tiene también cuentos sueltos como "Cometa", donde el padre se obsesiona esta vez con el mesmerismo y la electricidad, divertidísimo también, y un ensayo que se llama "La mitificación de la realidad" que empieza así:
"El núcleo de la realidad es el sentido. Lo que no tiene sentido no es real para nosotros. Cada fragmento de la realidad vive gracias a que no posee su porción en algún sentido universal. Las antiguas cosmogonías lo expresaban con la sentencia 'en el principio era la palabra'. Lo innombrado no existe para nosotros. Dar nombre a algo significa incluirlo en un sentido universal."