Edición:Lumen, 2017 (trad. Maria Pons Irazazábal)Páginas:112ISBN:9788426403940Precio:19,90 € (e-book: 9,99 €)
Las mujeres son una estirpe desgraciada e infeliz con muchos siglos de esclavitud a sus espaldas y lo que tienen que hacer es defenderse con uñas y dientes de su malsana costumbre de caer en el pozo, porque un ser libre no cae casi nunca en el pozo ni piensa siempre en sí mismo, sino que se ocupa de todas las cosas importantes y serias que hay en el mundo y solo se ocupa de sí mismo esforzándose por ser día a día más libre. La primera que debe aprender a actuar así soy yo, porque de lo contrario seguro que nunca podré hacer nada serio y el mundo no progresará mientras esté poblado por una legión de seres que no se sienten libres. «A propósito de las mujeres», p. 21.
Escribió novelas espléndidas, como Y eso fue lo que pasó (1947), Todos nuestros ayeres (1952) o Las palabras de la noche (1961). Escribió memorias, unas preciosas memorias de infancia, Léxico familiar (1963), que son a la vez una crónica de la primera mitad del siglo XX en Italia. Escribió ensayo, como Las pequeñas virtudes (1962), Serena Cruz o la verdadera justicia (1990) o Las tareas de la casa y otros ensayos (1970-1990). Escribió una biografía de su admirado Antón Chéjov. Escribió, aunque se hable menos de ellas, muchas obras de teatro. Tradujo a Flaubert, Maupassant y Proust, entre otros. Fue editora de Einaudi… No hay duda de que Natalia Ginzburg (Palermo, 1916 – Roma, 1991), una figura fundamental de las letras italianas del siglo XX, estuvo ligada a la literatura en múltiples facetas. Y, por si todo esto fuera poco, también escribió cuentos; quizá su vertiente menos conocida. A propósito de las mujeres reúne nueve textos breves, de diferentes épocas, seleccionados ex profeso por Lumen para esta edición, que tiene como hilo conductor las mujeres.Las mujeres.¿De qué va un libro sobre las mujeres? Presentar el tema así, de forma tan general, es casi como no decir nada. Por suerte, el discurso que abre la compilación nos pone sobre aviso: «A propósito de las mujeres», un artículo en el que una Ginzburg ya madura medita sobre su concepción del feminismo y reniega de las obviedades que dijo tiempo atrás. Por supuesto que está a favor de la igualdad, por supuesto que cree en el valor y las aptitudes de las mujeres; no obstante, da una vuelta de tuerca al tema. Ella tiene la voluntad, y la pone en práctica, de conocer, de conocer a las mujeres en su pluralidad, de conocer sus abismos («pozos», como los llama ella). Ante todo, es una escritora, y, como observadora perspicaz, detecta los abismos únicos y comunes de las mujeres, las jóvenes, las ancianas, las madres, las no madres, las enérgicas, las tranquilas. En los relatos explora esos pozos, los pozos en los que las mujeres pueden hundirse un día cualquiera (porque surgen de lo cotidiano, de la angustia, de la desazón ante las pequeñas cosas); pero, sobre todo, en sus palabras hay un llamamiento a dejar de compadecerse y luchar por ser libres. Libres, no solo de un sistema, sino sobre todo de sí mismas, de esos abismos en que se permiten, nos permitimos, caer.Entrando en materia, los cuentos, a diferencia de lo que pueden sugerir en un principio, no suelen dar la voz a las mujeres que los protagonizan. En lugar de eso, Ginzburg pone el foco de la narración en un personaje que se relaciona con ellas (un marido, unos hijos, un amante, un amigo), por lo que, en cierto modo, mira a las mujeres desde fuera, desde el exterior (pero conociéndolas a fondo), con una hondura psicológica extraordinaria. A menudo, el personaje que las mira es un hombre, como en «Una ausencia», en el que él afronta una jornada sin su pareja. Piensa en ella. La reconstruye. Su inseguridad al lado de ella, incluso su complejo de inferioridad. Cuidar del hijo mientras ella está de viaje. Los secretos que se ocultan ambos; tan cerca, tan lejos. En «Giulietta», un chico desvela a su hermano adolescente que vive con una mujer sin estar casados. Más que ella, el protagonista es él, con su angustia por la revelación del secreto, de hacer partícipe al hermano de su intimidad. En «Traición», un joven con pocas ganas de comprometerse juega con varias chicas. Es un relato finísimo, que revela esa ilusión, porque no por leve y pasajera deja de ser ilusión, de las muchachas tímidas y apocadas cuando el chico que les gusta les hace caso, aunque sea una atención efímera y condenada al fracaso. Y revela asimismo el galanteo de él, el galanteo de un tipo normal que no quiere herir a nadie, pero hiere sin querer.Leer los relatos de Ginzburg produce una sensación parecida a entrar en una casa, entrar en un hogar donde los electrodomésticos están en marcha, la gente en movimiento, la mesa sin recoger. No cuenta una historia desde el principio, pero basta contemplar esa escena para atar los cabos e intuir (es más una intuición que una certeza) lo que se cuece en la mente de cada involucrado. Están llenos de vida, se respiran, se huelen, se palpan, se ven. Son como entrar en una casa, sí, pero también la propia casa, porque, aun sin buscar la identificación, uno se identifica, se reconoce, es cómplice de los protagonistas y sus inquietudes. En «La casa junto al mar», por ejemplo, el narrador pasa una temporada en la costa, con un amigo que atraviesa una crisis matrimonial. El narrador actúa como testigo (incómodo) de los hechos, esa incomodidad de ser partícipe de algo que a uno no le concierne. La turbación. Sin embargo, se acaba viendo involucrado; no se puede ser un observador externo para siempre. «Las muchachas», por otro lado, tiene un protagonista colectivo: las chicas del barrio, del pueblo, el grupo de chicas que podría ser de aquí o de allá, poco agraciadas o demasiado, alegres o retraídas; una pluralidad en plena sintonía con el discurso inicial.Mención aparte merece «Mi marido», el más extenso y, probablemente, el mejor. El único en el que una chica nos habla en primera persona, y recuerda a muchas de sus novelas, como Todos nuestros ayeres o Y eso fue lo que pasó. Nos habla una mujer joven, recién casada, que, como tantas protagonistas de Ginzburg, se da cuenta de que el matrimoniono es lo que esperaba. Se casó sin conocer apenas a su futuro esposo y, una vez juntos, hace muchos descubrimientos. Descubre que el matrimonio no es la cúspide, el final feliz («Cuando era adolescente, siempre había pensado que un acto como el que habíamos realizado debía transformar a dos personas, alejarlas o aproximarlas para siempre. Ahora sabía que también podía no ser así. Me estremecí de frío debajo del abrigo. No era otra persona.», p. 74). Descubre que la maternidad no es fácil, que el amor por el bebé no está exento de sentimientos no tan maternales como la cultura suele representar («los quería, pero no como antaño creía que había que amar a los hijos», p. 82). Y, sobre todo, descubre los secretos de su marido, la cobardía de este («Una mujer que se casa tiene miedo de su marido, pero no sabe que él también tiene miedo, no sabe hasta qué punto el hombre también tiene miedo», p. 75). Es una muestra excelente de las mujeres de principios del siglo XX, educadas en una dependencia total del matrimonio y sin aspiraciones profesionales, unas circunstancias que las llevaban a una situación entre la desesperación, el desencanto y la resignación.Hay más relatos que abordan la maternidaddesde otros ángulos. En «Los niños», entra en juego la mirada de los hijos, aún pequeños, que pillan a su madre en compañía de otro hombre. Son chiquillos, son inocentes, desconocen lo que significa la palabra «adulterio»; pero, entre sus travesuras, son testigos de un hecho prohibido. Por otra parte, «La madre», que cierra la compilación, retrata de forma magistral a una madre que no encaja en ninguno de los tópicos sobre lo que se considera buena madre. Madre joven, más que las demás madres. Madre con pocos recursos. Madre que «no era importante» (p. 98). Madre desordenada. Madre que no se cuida, que sufre en silencio. Madre que no pretende ser madraza. Madre que bastante tiene con sobrevivir. Es un texto descarnado, narrado con la sutileza habitual de Ginzburg, que lo dice todo sin concretar nada, solo observando, dejando entrever lo que los gestos de esta madre dicen acerca de ella y de su evolución con el paso del tiempo.
Natalia Ginzburg
Ginzburg aprendió de Chéjov cómo funciona el relato breve y, además, supo darle su sello inconfundible, su estilo despojado, pulcro, elegante, cercano al habla coloquial, ese estilo sencillo en apariencia pero que (cualquiera que haya intentado escribir lo sabe) requiere mucho esfuerzo, mucha madurez. Es una escritora que ha aprendido a dejar de lado los artificios que solo buscan efectismo; en sus textos, las palabras fluyen limpias, sin florituras, dan forma a una sucesión de imágenes reveladoras por su transparencia. Como analiza Elena Medel en su (magnífico) prólogo a esta edición (un acierto de Lumen el contar con ella, al igual que las ilustraciones de Oscar Tusquets Blanca), Ginzburg no utiliza este formato como un taller de experimentos, sino que lo toma como otra forma de seguir ahondando en su universo literario, en el que la intimidad de las mujeres y la nada cotidiana, llena de conflictos minúsculos y no obstante universales, tienen mucho que decir. Estos cuentos rebosan la esencia Ginzburg, y la única crítica que se les puede hacer es que sean tan pocos. Porque la colección se hace corta. Menos mal que Ginzburg escribió mucho. Sí, escribió mucho. Y todo muy bueno.