Manuel Castells, La Vanguardia
Ya no cabe duda sobre el talante antidemocrático de la UE. La propuesta de Papandreu de preguntar a sus conciudadanos si aceptaban vivir en austeridad espartana para poder pagar en euros desencadenó una tormenta financiera y política que entre amenazas e improperios de Merkozy y Cameron provocó la crisis del Gobierno griego y puso al país patas arriba.
¿Qué hay de malo en que la gente decida sobre su salud, su educación y su empleo? ¿Son temas demasiado complejos para el populacho? No exageren, que algunos tenemos más estudios que los mandamases. Con algunos colegas me comprometo a explicar clarito a los ciudadanos de qué va el euro y su crisis y a quiénes benefician y perjudican y cuáles son las distintas opciones posibles, incluida el repatriar al euro a Bruselas. A condición naturalmente de tener la misma información que se reservan financieros y gobernantes. El problema no es de complejidad, sino de democracia. A lo que más temen los políticos en estos momentos es a que los ocupen, a que les arrebaten ese poder delegado que mantienen mediante un mecanismo controlado de elecciones entre opciones encerradas dentro de límites sistémicos y legitimadas mediáticamente. Un referéndum, sin ser una forma perfecta de decisión popular, abre el abanico de posibilidades, siempre y cuando sea limpio. Había que ver a asesores políticos europeos aconsejando que si se hacia el referéndum se hiciera con una pregunta inteligente, o sea sesgada hacia lo que conviene. Hay, profundamente, arrogancia elitista y repulsión hacia la voluntad popular, por mucho que se disimule. Porque aunque se equivocara el pueblo, tiene derecho a hacerlo. Ya pasó el tiempo de los que nos salvaban porque no sabíamos lo que hacíamos.
En realidad no se trata de salvar al pueblo, sino de salvar al euro, como si esto fuera equivalente. ¿Por qué tanto interés? ¿Y de quién? Porque diez de los veintisiete miembros de la UE viven sin euro y algunas de sus economías (Reino Unido, Suecia, Polonia) son mucho más sólidas que la media de la Unión. Defender el euro hasta el ultimo griego es la primera línea de defensa para una moneda que está condenada porque expresa economías divergentes y no tiene un estado que la respalde.
Con Portugal e Irlanda en la UVI, España en la cuerda floja y una Italia en permanente crisis política y endeudada hasta las orejas de su histriónico ex líder, la franco-germana defensa del euro tiene otras explicaciones que la historia de terror que nos cuentan sobre la catástrofe financiera que ello implicaría con efectos devastadores en nuestro cotidiano como si la vida dependiera de la bolsa. La primera razón es obvia: salvar a los bancos, sobre todo alemanes y franceses, que prestaron sin garantías a Grecia y demás PIGS mediante la manipulación de cuentas que, al menos en el caso de Grecia, hizo la consultoría de Goldman Sachs (Por cierto, debe ser simple casualidad que Draghi, el flamante nuevo presidente del BCE también fuera empleado de Goldman Sachs).
De entrada ya tienen que olvidarse del 50% de la deuda de Grecia, aunque no está claro quién acabará pagándola. Pero el otro 50% lo tienen que sacar de la sangre, sudor y lágrimas de los griegos, prestándoles nuestro dinero, para que el impago no quede impune. Si Grecia denunciara la deuda, como hizo Islandia a quien le va tan ricamente, un dracma devaluado en 60% haría impagable el resto de la deuda. Más aun, el efecto contagio en mercados financieros llevaría al impago de gran parte de la deuda soberana, llevando a la quiebra a los bancos que se aprovecharon del euro para prestar sin solvencia.
O sea, se trata de salvar a unos bancos concretos y, en términos más amplios, evitar una nueva crisis del sistema financiero. Se quiebran países para no quebrar bancos. ¿Pero por qué se hace? Al fin y al cabo, los Merkozy no son empleados de banca. Tienen sus intereses políticos, de país y personales. Alemania es la que realmente necesita que el euro sea la moneda europea y que sus socios no puedan devaluar. Porque el modelo de crecimiento alemán es en realidad el chino: crecer mediante exportaciones favorecidas por una moneda subvalorada y reducir salarios (reducción del 2% en términos reales en el último quinquenio). Si hubiese un euro-marco fuerte, Alemania perdería mercados en Europa y competitividad respecto a exportaciones españolas o italianas. Pero hay otra dimensión político-personal: tanto Merkel como Sarkozy necesitan establecer su liderazgo europeo tanto por razones de política interna como por proyecto de grandeza nacional que se tiene que disfrazar de europeo para no despertar viejos fantasmas. ¿Y las otras élites políticas europeas? Algo semejante ocurre, su importancia personal y de país se realza siendo cola del león europeo porque la ratonez de su ámbito les viene estrecha. Sentirse europeos, en un mundo en tránsito desde Norteamérica a Asia, les da la impresión de ser algo más que productos aldeanos del aparato de partido que tanto desprecian.
¿Y nosotros en todo esto? Cierto que el desbarajuste financiero que ocasionará (no hay errata de tiempo de verbo) el advenimiento de la euro-peseta causará problemas de transición en la economía y en nuestros bolsillos, en condiciones que dependen de cómo se produzca la transición. Pero se recuperaría la soberanía de política económica, se ajustaría la realidad monetaria y financiera a la economía real, se incrementaría la competitividad, ganando mercados externos e internos, habría una explosión de turismo que sería a precios de ganga. Se podría reactivar la economía emitiendo moneda. Y por tanto se incrementaría el empleo. Porque lo esencial es crecer, no flagelarse. Claro: habría inflación. Pero es la mejor receta para reducir deuda, incluida la de su hipoteca.
¿Y el sueño europeo? Pues hagámoslo con la gente, amándonos los unos a los otros, en lugar de ver quién paga la cuenta. Cuando piense euro, piense estafa. Cuando piense Europa, piense amigas.
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Manuel Castells, sociólogo internacionalmente reconocido, es catedràtico de sociologia en la UOC de Barcelona.
Artículo tomado de La VanguardiaUna mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización