Beatriz Benéitez Burgada. Santander
Hace quince años hice un viaje a Rusia. No fui de vacaciones. El motivo era hacer un par de reportajes sobre un centro de rehabilitación de toxicómanos situado en la ciudad de Istra, en el cinturón de Moscú. Estuve allí diez días, conviviendo con ellos: Cien chicos y diecisiete chicas internos en un centro, luchando como leones por salir del mundo de la droga. El centro estaba dirigido por cántabros ya rehabilitados. Personas valientes que un día decidieron dedicar su vida a ayudar a jóvenes con problemas que ellos conocían muy bien. Todo fue porque publiqué una información sobre uno de los centros que hay en Cantabria. Me llamaron: ¨nos gustaría mucho que conocieras lo que estamos haciendo en Rusia, para que lo pudieras contar¨. No me lo pensé dos ves, y en cuanto estuvo listo el visado me subí al avión. La persona que me invitó a ir, Federico Rozadilla, dedicó más de media vida a luchar contra la droga. Ya no está con nosotros, pero dejó la huella de su trabajo.
En Istra vi muchas cosas. Me levantaba con ellos a las siete para su reunión matinal. Todos los chicos recién ingresados estaban acompañados por otro interno con algo más de antiguedad durante las 24 horas del día: la sombra. Uno de los hitos en la rehabilitación era cuando pasaban de tener sombra, a ser la sombra de alguien. En realidad, creo que era lo mismo, los dos se vigilaban mutuamente, pero este cambio suponía un logro importante. Los terribles ¨monos¨, los síndromes de abstinencia, se combatían con cariño, paciencia y trabajo físico. Que al llegar la noche estuvieran cansados era fundamental, para que pudieran dormir al menos unas horas y descansar el cuerpo y la mente. Cada día, un grupo de chicos iba a recoger agua a un manantial a cinco kilómetros; otros se encargaban de los animales y el huerto; otros de los talleres profesionales y otros de las tareas de la casa...
Así, y con algunas ayudas públicas más bien escasas, mantenían el centro. Y así iban pasando los días, con una suceción de pequeños logros, que se celebraban como grandes triunfos. Y de vez en cuando, algún fracaso, alguien que abandonaba porque no encontraba fuerzas para seguir. Algunos provenían de un entorno social muy duro. Otros, todo lo contrario. Recuerdo a Irina, una bailarina del Joven Bolshoi que, sin saber muy bien cómo ni cuando, se vio sumida en un pozo del que, por fin, había decidido salir. Y como ella muchos más. Los reportajes se publicaron en El Diario Montañés y en ABC. Como siempre pasa con los periódicos, aquellas hojas servirían al día siguiente para envolver unos tomates. Pero quince años después yo me sigo acordando de aquella experiencia, y sacando cosas en claro. Vivencias como aquella son las que me ayudan a seguir sintiéndome afortunada todos los días. Quizá tendríamos que reflexionar más sobre esto. Puede que nos quejemos demadiaso por cosas que no tienen tanta importancia. Por cierto, hice poco turismo, pero os daré un consejo: visitar el metro de Moscú, sí. Las estaciones centrales son impresionantes: mosaicos, lámparas que te dejan con la boca abierta, mármol blanco de los Urales... Pero procurar no perderos; los cartéles están en cirílico, y a la ¨señorita¨ que anuncia las estaciones por el altavoz se la entiende nada, o casi nada. Otro día os contaré las vueltas que dimos dos de Santander en la línea roja. Porque sabes que vas a Konsomolskaya Pravda, sí, pero todo te suena igual. Por suerte, preguntando se llega a Roma.