Matilde Herrero, tía segunda por línea parterna y vecina de Lores, guardaba como un tesoro los libros de cuentas y de historias, algunos de los cuáles recibí como herencia una vez que los sobrinos repartieron sus pertenencias.
Matilde era una mujer noble. Siempre decimos cosas buenas de los muertos, pero sirva de acicate mi visita semanal a su casona, lo que activaba mis deseos de aprender cosas relacionadas con la tierra: cómo se desarrollaba el trabajo en sus tiempos de moza, cómo era la convivencia; tradiciones que se vivían con una vocación hoy en desuso; costumbres que hacían leyes, o servidumbre que ella misma experimentó en Piedrasluengas, donde asimiló tanto las coplas de aquel horquero trastornado, que todavía la recuerdo de pie, de espaldas a la trébede, en aquella cocina recogida (con una puerta lateral que daba al horno donde se hacían las mejores rosquillas del mundo); la lumbre a medio gas y sobre las parrillas un pequeño puchero, mientras la mujer iba recitando de una manera tal los hechos que se confundía la realidad con la leyenda. Matilde era una mujer de mucho carácter y su genio se fue haciendo más ácido a medida que fue asimilando el distanciamiento de las familias. Viuda durante muchos años, llevaba bien en cuenta los trabajos de su marido, Juan Benito; le nombraba con un respeto poco habitual en estas tierras donde se tiende a olvidar pronto a los muertos, incluso a aquellos muertos que fueron nuestros vivos más nuestros. No en vano, Juan Benito fue secretario y asesor de varios pueblos, que tal historia la he repetido ya cuando hablé de Laureano Abad, secretario de Polentinos, quizá más ducho en leyes, hombre que devoraba los epistolarios y boletines oficiales, informando puntualmente a quienes requiriesen sus servicios de los trámites a seguir en cada caso, llegando en algún momento de su ajetreado compromiso a recabar votos para el Marqués de la Valdavia. Yo me impresiono fácilmente hasta con los casos más sencillos. Es un defecto o una señal heredada de esta buena masa castellana, que alcanza en estas latitudes el vigor y la savia presumible en los mejores vinos. Lores era el paso obligado hacia nuestro puerto de Pineda, cuando los concejos asignaban mediante sorteo o votación los días de vecería que había de guardar cada vecino, siempre de acuerdo al número de cabezas que cada cual tuviere. Como la gente que la conocía, yo también me preguntaba muchas veces de dónde provenía el misterio que llenaba su hogar. Esto que ahora les cuento y otras historias en las que tan activamente tomó parte esta montañesa, sólo tienen la importancia de una huella. Es un pequeño estigma que en todas partes late y en el que pequeños y grandes introducimos nuestros dedos buscando campanillas. Es una llaga abierta que poco a poco va llenándose con el aroma nuevo de otros nombres. Y la tengo presente. Aquel luto peremne prendido de su cuerpo, resaltando su rostro de blancura perfecta, resbalando por su mejilla una lágrima eterna; su pelo, liso, albino, recogido en un moño; sus manos, una sobre la otra, como ayudando a gesticular las mil razones de mucho peso que a lo largo de los años fue guardando en su pecho. Esta obsesión mía por repetir escenas y paisajes (no importan los motivos que impulsaran mi alejamiento físico de la madre y de la tierra que me dieron la vida), va más allá de cualquier capricho pasajero. Que a nadie se le ocurra tirar piedras a este tejado mío por eso, porque le abriré un terremoto de razones que le ahogará a su paso. Aquella mujer era, como lo fueron tantas otras, como hoy mismo lo siguen siendo las que quedan, la resignación y la esperanza de esta vieja tierra; la primera obligada para vencer sin desmayo todas las situaciones de peligro; la segunda, la fuerza que nos lleva a buen puerto. Cuando se repartió su patrimonio, algo de lo que dejaron los astutos ladrones, yo ni siquiera pensé en el fin de una historia, porque siempre aprendí que detrás nuestro va quedando una llama. Recuerdo su mirada apagada en un asilo de Aguilar de Campoo, mientras miro hacia su casa, expoliada y vendida, y veo aquellos arcones, las vajillas, los calcetines que ella misma tejía, las monedas de los reyes de España, la mesa de nogal y los enseres entre los que creció y desde donde con sus bondades y defectos se fue proyectando a los demás. Solamente creí percibir un cambio en su manera de actuar el último año que la vi con vida. Pero fue un instante nada más. Ahora he vuelto a encontrarla. Ahora la sigo viendo en esos rostros llenos de sol y de agua, curtidos por la nieve y el viento, rememorando escenas de la guerra pasada a las puertas de aquellos soportales, esculpiendo sin querer un homenaje a todas las mujeres palentinas. Imagen: Lores, por José Luis Estalayo