La señorita Ana cuando el doctor que la atendió le dijo que la pócima que le había recetado se la podían dispensar en esa farmacia tembló de pies a cabeza. Pese a estar ubicada en una calle principal de la ciudad, su estrafalaria decoración a base de cortinones en el escaparate, unas veces abiertos y otras no, y su apagada iluminación, que por la noche la teñía de ambigüedad, siempre fue un establecimiento frente al que las madres y los padres prevenían a sus criaturas, especialmente si eran chicos.
Ana, doliente y en cama, no podía soportar los dolores y las náuseas que de manera recurrente llevaban hasta su boca el sabor desagradable y metalizado de las bilis que brotaban con absoluta liberalidad de sus vísceras más íntimas: vesícula, hígado y páncreas. Pese a sus deseos esta vez no podría acudir al llamado de don Santos, el coadjutor de la parroquia de San Juan de Sahagún. Con esfuerzo y desde el lecho llamó:
—Pauli, por favor, acércate a la farmacia de Sando y pídele que te confeccione la fórmula magistral que don Evaristo me ha recetado.
—¿A la farmacia de Sando, el marica? —preguntó no sin sorpresa la casi adolescente criadita.
Paulina, Pauli o la Pauli para familiares y amigos, ayudaba a los López Muriel desde hacía sólo unos meses. Había llegado a la casa, donde residía y trabajaba tan sólo por la cama y la comida, directamente desde el pueblo de sus padres. Dª Vicenta, cuando su prima segunda, la Nati, le pidió que acogiera en su casa a alguna de sus seis hijas se lo dejó bien claro a ésta:
—Mira, Nati, aunque Antonio tiene un buen puesto en Obras Públicas, no gana tanto como para poder acoger y mantener una boca más. Bastante tenemos con las tres que Dios nos regaló. Así que…
—Por favor, Vicenta, hazte cargo de nuestra situación. Con las tierras del pueblo que trabajamos Hermenegildo y yo apenas si sacamos lo suficiente para poder sobrevivir. Date cuenta de que ocho hijos, seis hembras y dos varones, es una carga muy pesada. Más que bendecirnos, yo diría que Dios ha querido castigar nuestra lubricidad. ¿No es así, Vicenta, como se dice finamente?
—Yo qué sé cómo se dice finamente o cómo se deja de decir, Nati. En fin, no sé, hija, entiendo tu situación, pero ¿y la nuestra? ¿Tú te haces cargo?
—Claro, claro, Vicenta, me hago cargo,claro, pero…
—Bueno, ya está —cortó por lo sano Vicenta, dispuesta a acabar la incómoda conversación cuanto antes— mándanos a una de tus hijas. Pero una cosa, ¡eh, Nati!, dile a la chica que elijas que sólo le daremos comida y cama, que no está el horno para bollos. A ver si luego nos sale con que tiene no sé qué derechos o cualquier otra gaita por el estilo.
—Sí, sí, Vicenta —exclamó la Nati con alborozo y hasta algo sorprendida; por un momento llegó a pensar que su prima lejana se cerraría en banda—. Lo que tú digas. Te enviaré a la Pauli. Es la que va entre la Tere y la Marga y es, sin duda alguna, la que tiene mejor carácter. Se adaptará y os ayudará en todo lo que le pidáis —y llenándola de besos y abrazos se abalanzó sobre Vicenta quien con contundencia pero también con un asomo de satisfacción hizo amago de quitársela de encima.
—Por favor, Pauli, ¿qué manera de hablar es esa? —molesta y enfadada recriminó Ana a la fámula su procaz vocabulario— ¿Qué sabrás tú lo que es eso? —concluyó.
—Vaya si lo sabré, señorita Ana, si yo le contara lo que me pasó con el Ervigio en las fiestas del pueblo de septiembre pasado, vería usted que sé lo que me digo y que lo que me hizo Ervi o, mejor, lo que no me hizo me lo dejó bien clarito —respondió la muchacha a la encamada.
—Bueno, bueno, vale ya, Pauli. Haz lo que te he pedido y no me calientes más la cabeza con tus insolencias.
Pauli salió de la casa de los López Muriel algo enojada. «O sea que yo, según la señorita, no sé lo que es un marica. Habrase visto. A ver si va a ser ella la que no se entera de la tostada. Yo sólo tengo diecisiete años, pero sé lo que es un hombre, lo que es una mujer, y lo que hacen cuando se van del baile y entran en el pajar. ¿Lo sabe ella también? Me da que no tiene ni idea la pobre se-ño-ri-ta».
La farmacia Sande era una de las tres que en toda la ciudad ese día de noviembre estaban de guardia. A esa hora, las 8:30 de la tarde-noche, debería de estar abierta y con la luz verde que la anunciaba encendida; sin embargo lucía apagada, con las cortinas del escaparate echadas y ninguna iluminación delatora de actividad. Pauli se extrañó y aunque pensó en volver a casa no lo hizo, sabía que la pesada de su señorita no se contentaría ni mejoraría si regresaba sin el remedio para su dolencia. La muchacha subió los tres peldaños que desde el nivel de la calle daban acceso a la botica; se acercó a la puerta, que lucía el cartel de “vuelvo enseguida”, y la empujó. La puerta cedió. En el interior sólo se veía oscuridad, si bien unos callados susurros o gemidos apagados («¿alguien estará llorando?», se preguntó la adolescente) parecían provenir de la rebotica, a la que se accedía por una puerta de cristal opaco que en su mitad lucía una grande y transparente cruz farmacéutica y que servía para separar la zona de trabajo de la de atención a los clientes. Unas sombras se adivinaban borrosas, duplicadas, a través del bisel que enmarcaba esa cruz.
—¡Está cerrado! —escuchó la criadita como respuesta a un temeroso “¿Hay alguien ahí?” que nació de manera inesperada, casi sin haberlo querido, de sus labios—. ¿No me ha oído? ¡Vuelva en quince o veinte minutos, ahora mismo estoy ocupado y no puedo atenderle!
La oscuridad, las sombras con movimientos basculantes, los acallados gemidos… Todo, más lo conocido e imaginado por Pauli, asentaba en ella con más fuerza aún el calificativo que del boticario había dado a su señorita: «¿La farmacia de Sando, el marica?»
Al atardecer, haría poco más de dos horas, que Paco Sando, conocido en el ambiente como Francesillo, consciente del mucho tiempo que por estar de guardia ese día debería pasar en el despacho de Farmacia, se había acercado hasta las tapias del convento de las Salesas. Allí, marginados, invertidos, meretrices, señoritos y primerizos acudían de tanto en tanto para mercadear, vender, comprar, traficar, estrenar, comprobar o/y satisfacer inclinaciones, tendencias o deseos desbocados. A esas horas, en el ocaso vespertino, acogedor y encubridor, quienes conocían y entendían, quienes estaban al cabo de la calle de todo, cruzaban entre sí ciegas miradas transmisoras de ansias, deseo, dudas y esperanzada delectación. Sando, el farmacéutico, proveía de ungüentos y fármacos a este colectivo olvidado de todos, pero utilizado por muchos.
—¿Cómo te llamas?— preguntó Paco al primer chapero que se le acercó.
—Ervi, para ti, guapetón, pero puedes llamarme Adán— le contestó provocador el joven de apenas 20 años.
—No busco asunto ni compañía, chaval—rezongó algo brusco Sando—, sólo quisiera que alguien me acompañase a mi despacho. Una vez allí, si decides venir, te diré el motivo de mi interés.
—Una noche no es un mero servicio, amigo —le dijo Adán al boticario adelantándose a los acontecimientos—. Yo me voy contigo si tú quieres, pero la tarifa es muy distinta y es que…
—Vale, vale, no tengo tiempo que perder —cortó con rudeza Sando la perorata—. Vamos, deprisa.
Quince minutos exactos después del estentóreo bocinazo que Pauli había escuchado, la luz verde lució de nuevo como luciérnaga temerosa en la esquina de la calle; al poco, los gruesos cortinones del escaparate se abrieron volviendo a mostrar a su rojiza y ambigua luz cremas solares, utensilios ortopédicos y potingues parafarmacéuticos artísticamente colocados. Que Sando tenía gusto en la decoración era algo bien sabido en la localidad; pero, claro, tales aptitudes no sorprendían a nadie siendo lo que era… Artísticamente colocados —digo— entre una serie de anuncios de aspirina, paracetamol, antitusígenos y otros tantos fármacos y placebos, habituales y muy solicitados por los parroquianos. Pauli se atrevió entonces a volver a entrar en la Farmacia. Había completa luz en ella y Sando, el boticario, solícito, le preguntó qué deseaba.
Pauli, al tiempo que tendía a Sando el papel donde estaba escrita la fórmula magistral que debía el farmacéutico elaborar, le aclaró:
—Me envía la señorita Ana López que está enferma. Le ha sobrevenido un fuerte cólico biliar que la tiene postrada en cama. El doctor le ha recetado esto.
—Veamos, veamos —dijo Paco tomando en sus manos la receta—. Sí, sí, está claro. Veo que Ana no ha superado los problemas de vesícula que arrastra desde hace años.
—¡Ah! Pero ¿usted la conoce? —preguntó, sorprendida en su ingenuidad, la buena de Paulina.
—¿Que si la conozco? —estalló entre risotadas Sando. Y haciendo un gesto con los dedos índice y pulgar de su mano derecha prosiguió—: A esto estuvimos de desfilar arrullados por los sones de la marcha nupcial de Haendel entre los familiares y los amigos que nos hubieran acompañado en nuestro enlace. Fíjate, chiquilla, que hasta don Santos proclamó las amonestaciones en la parroquia…, no te digo más.
—Entonces, usted y la señorita Ana… Vamos, usted ya me entiende… —tímida y apenas escuchándosele las últimas palabras habló Pauli, casi como si lo hiciera sólo para sí.
—¿Cómo que si Ana y yo…? —rio con ganas Francesillo, perdón, Paco—. Pues claro, hija, a ver si piensas que soy un extraterrestre. Yo cuando quiero a una persona, pues…, pues eso que la quiero en toda la extensión del término.
—Yo pensaba que…, bueno que como usted es… —inaudible, hablando para su camisa la Pauli ya no sabía donde meterse. Vaya embolado en el que estaba inmersa. ¡Sería estúpida! A ella qué le iba o le venía si el boticario era tal o cual cosa. Pero ya no había remedio. De perdidos al río, así que hasta el fondo, hasta la bola, ya no había vuelta atrás.
Hablando con el boticario de la señorita Ana el rubor había colonizado la cara de Pauli; pero su rostro mudó a blanco níveo cuando en plena conversación entrevió, a través de la acristalada puerta de la rebotica, la figura de un joven. «Ese chico me recuerda mucho a…; no, no es posible que sea, aunque…; sí, Dios mío, es Ervigio. Y con Paco Sando. No, ya puede el farmacéutico decir misa. Está claro que Dios los cría y ellos se juntan; y si no son ellos, será el diablo quien los empareja».
Sumida en esta desazón estaba la ingenua mocita cuando Ervigio Adán salió de la rebotica con una caja en sus manos. Dirigiéndose a Sando, sin haberse percatado de la presencia de Pauli en la oficina de farmacia, dijo:
—Paco, ¿esto es todo lo que tengo que llevar a las Salesas?
Pauli no pudo contenerse:
— ¡Ervigio! ¿Tú? ¿Aquí?
— ¿Cómo? ¿Quién? Eh, Pauli, ¿qué haces aquí? —sorprendido, pero alegre, se dirigió Ervi a su paisana a la que respondió—: Ayudar a este buen hombre, Pauli. Gracias a él los que trabajamos en antros, locales de ambiente o la calle misma, vamos esquivando mal que bien los asedios de venéreas y de virus inatacables. —Y mirando al licenciado le dijo—: Bueno, Paco, me voy. Distribuiré estos preservativos, estas pastillas y estas vacunas entre los habituales de la tapia de las Salesas. En especial procuraré hacerlo entre quienes visitas hicieron y recibieron visitas. ¿Ok?
Pauli no salía de su asombro. Menos aún cuando vio cómo los dos hombres se propinaban sendos besos de despedida en la mejilla. En cuanto Sando le entregó el medicamento que le había preparado, Pauli se despidió y salió de la botica como alma que lleva el diablo.
Al llegar a casa contó a Ana lo sucedido. La señorita la escuchó con mucha atención y su rostro fue amustiándose según que Pauli hablaba y hablaba. En medio de este parloteo incesante su mente viajó veinte años atrás y poco a poco su rostro se entristeció más y más según evocaba lo sucedido: su atracción por el joven Francisco recién licenciado y con una elegante farmacia abierta en la calle principal; las atenciones de él hacia ella; su delicadeza, al decir de muchos, excesiva; las miradas, los besos, las caricias, y sobre todo esos dos fines de semana en un Parador; en definitiva, la felicidad absoluta. Todos estos recuerdos los fue transformando Ana en palabras en la larga conversación que mantuvo con Pauli. Tras oírla la jovencísima y quizás por ello cuadriculada muchacha no pudo por menos que preguntarle a su señorita como si una amiga íntima fuese:
—¿Entonces, por qué no os lanzasteis y os unisteis para siempre?
—Yo, Pauli —le contestó Ana—, hablé con mis padres sobre el deseo de casarme con Paco. Y ellos, mi padre, funcionario de Obras Públicas y mi madre, ama de casa bien casada, no me lo permitieron: «A ti no, bonita», me dijo mi madre, ese hombre o lo que sea no es para ti
—A ti no, ¿por qué? —se extrañó Pauli.
—Ya te he dicho que mi padre ocupaba un puesto en el funcionariado que él consideraba podría peligrar si entraba a formar parte de la familia una persona equívoca.
—¿Equívoca? —se extrañó Pauli— ¿Qué es eso? No la entiendo, señorita.
—Ya lo entenderás, hija. O, mejor, ojalá no —sonriente, Ana se dirigió a la chica como si fuese la hija que por prejuicios no llegó a tener—, ojalá que tu “a ti no, bonita” venga dado porque ya no importen las formas que delante de todos en mi época era necesario mantener; y que la excesiva delicadeza en un muchacho, su sentido artístico, su ayuda desinteresada a los marginados… sean méritos y no rémoras. Deseo con todo mi corazón que a ti, bonita, a ti no te perjudique en tu relación con un chico su suavidad en el hablar como me ocurrió a mí con Paco. Todo esto que te digo sumó en nuestra contra y en la ciudad se empezó a decir de él que era un afeminado, un invertido, un marica. Eso fue lo que nos condenó. Eso y mi falta de arrestos para haberme enfrentado a todo, a todos y en especial a ese injusto designio materno, a ese “a ti no, bonita”.