Revista Cultura y Ocio
El vigor tiene sus días contados, como la insalvable juventud. Mientras tanto, mejor pasar los dos fugaces regalos a todo volumen. Se pasan rápido, con más razón para no dejar nada que llevarse cuando huyan. He estado en fiestas que han durado más. Cuando crees haber aprendido la coreografía de la despreocupación, te encuentras a solas haciendo el payaso en medio de la pista y al equipo de limpieza pidiendo entre risas que vuelvas a casa, si el ridículo más absoluto te lo permite. Bailar tiene sentido si hay música. El dolor tiene su sentido tras un golpe. Pedir la última copa en un bar cerrado hace horas, no. Igual, quedarse fuera de la hoguera siendo fuego, es un inútil e irreparable gasto. Si estás en esa dulce temporada donde el fruto grita de esplendor, no lo dejes caer sin haber recibido profundas dentelladas, tan desesperadas que dejen a la satisfacción vacía de deseo en su totalidad. Mientras dure, mejor gastar los orgasmos que nos tocan cuando los órganos sean cañones que disparan, que cuando sean tuberías sin presión que lánguidamente derraman el recuerdo de un plácido líquido que una vez fue devastador oleaje. La música se escucha cuando hay un medio capaz de transportarlo, cuando hay una húmeda joven oreja esperando con ganas de morir de placer al convertir la física presión sonora en percepción divina e irreal en un joven cerebro todavía sin pudrir. Entonces y solo entonces, mejor a todo volumen.
En todo esto, hay una paradoja. Si consigues llegar vivo y disfrutado a casa cuando la fiesta parece haber acabado, comienza otra tan interesante y divertida que, yo al menos, no me pienso perder.