Revista Cine
Tian zhu ding (China, 2013), décimo largometraje del Zhang-ké Jia (Ren Xiao Yao/2002, Naturaleza Muerta/2006, Ojalá Hubiera Sabido/2010), se ha distribuido internacionalmente -bueno, a donde ha llegado; a México todavía no- con el título de A Touch of Sin, un guiño inocultable al clásico del wuxia A Touch of Zen (Hu, 1971). Este juego con las palabras indica no solo el homenaje cinefílico a la película ya citada: también es una suerte de confesión de parte. Jia ha realizado, conscientemente, su película más accesible hasta el momento: A Touch of Sin es lo más cercano al "mainstream" que ha hecho el mejor cineasta chino de la Sexta Generación. A Touch of Sin muestra el rostro más violento y desesperanzado de la poderosa China post-comunista. El guión escrito por Jia, premiado en Cannes 2013, nos muestra cuatro historias levemente conectadas, con cuatro protagonistas muy diferentes que, de cualquier forma, terminan compartiendo un destino similar: ser las víctimas y/o victimarios de una feroz sociedad rapaz, corrupta, materialista, inhumana, alienada. Cada historia está ubicada en una zona distinta de China: la norteña provincia minera de Shanxi, la municipalidad urbana central de Chongqing, la provincia también central de Hubei y la cosmopolita ciudad sureña de Dongguan, una de las urbes económicas más importantes de China y donde se encuentra el centro comercial más grande del mundo, el New South China Mall. La película inicia cuando tres malandrines tratan de parar en una carretera a un joven que viaja en una moto con el fin de asaltarlo. El tipo, ante la amenaza, saca una matona y se escabecha a los desafortunados delincuentes. El muchacho sigue su camino y se cruza en la carretera con Dahai (Wu Jiang), quien observa un accidente automovilístico: el cadáver del chófer de un camión yace por un lado, innumerables manzanas están regadas por todas partes y, al momento de que Dahai toma una y la muerde, sucede una explosión tras él. Dahai, el primer protagonista, vive en perpetua frustración: trata de combatir y denunciar la corrupción que ve a su alrededor y nadie lo pela. En donde vive, en una ciudad minera de la provincia de Shanxi, a los trabajadores los acarrean para recibir al preclaro líder empresarial y pueden ser comprados por un mero saco de harina. Dahai, diabético, pobre, humillado, no soporta más la situación: tiene Un Día de Furia (Schumacher, 1993), toma una escopeta y empieza a matar todo lo que se mueve. Zhou San (Baoquiang Wang), el motociclista de la primera escena, llega finalmente a San'er, en Chongqing, al cumpleaños de su madre. Zhou es un trabajador migrante o, mejor dicho, itinerante: es un asesino a sueldo que, muy responsablemente, le envía parte de su salario a una esposa con la que apenas habla. Después de cumplir con su chamba -elimina a una pareja quién sabe por qué motivos- regresa al camino, acaso a Burma, lugar a donde quiere ir para comprar una mejor arma. En el mismo camión en el que va Zhou, viaja un tipo a encontrarse con su joven amante, Xiaoyu (la esposa y musa de Jia, Tao Zhao), quien trabaja como recepcionista en un prostíbulo/baño-sauna en algún lugar de Hubei. La muchacha no haya la puerta: el marido no puede divorciarse de su esposa quien, fúrica, llega al lugar de trabajo de Xiaoyu a gritarle, humillarla y darle de golpes. El mal día de Xiaoyu termina peor cuando un cliente del sauna no entiende -o no quiere entender- que ella no es masajista ni prostituta, solo la recepcionista. Como el susodicho ojete (Hongwei Wang) está acostumbrado a hacer lo que quiere -antes lo hemos visto en la carretera extorsionando chóferes de camiones, a quienes les pide una "voluntaria cooperación" para dejarlos pasar-, no puede aceptar un "no" de alguien que está ahí para servirle: "Tengo, dinero, tengo dinero", le grita y le avienta, briago, unos billetes. La mujer no tiene dinero ni paciencia, pero sí un cuchillo. Ya no puede más. Algo similar le sucede al jovencito Xiao Hui (Lanshan Luo), quien trabaja muy lejos de su casa, en Dongguan. Pierde su chamba -aunque gana otra-, pierde un hipotético amor, pierde toda salida posible. Bueno, no todas las salidas. Le queda una y, al final, es la que usa. En el epílogo, el círculo se cierra: Xiaoyu, quien ha huido después de cometer su crimen en el baño sauna, llega a trabajar a la compañía del primer segmento, la Shengli Corporation. El dueño ya no está -fue una de las víctimas de los iracundos escopetazos que recetó Dahai-, pero sí su viuda, que parece estar a cargo de la situación. Al final de cuentas, después de aquel baño de sangre, nada parece haber cambiado. ¿Por qué tendría que hacerlo? Jia escribió el guión, aparentemente, después de haber leído varias noticias sobre distintos actos violentos en varias partes de China, además de una suerte de epidemia de suicidios de jóvenes trabajadores que ocurrió en 2012 en algunas zonas industriales cercanas a Hong Kong. La película, entonces, termina funcionando como una feroz y airada crítica al estado de cosas en la China del nuevo siglo. Sin embargo, Jia es demasiado cineasta para dejar que su obvio "mensaje político" nuble otras habilidades, en especial la de hacer avanzar cada una de las historias sin que perdamos de vista un solo momento que el paisaje en el que viven y mueren todos estos personajes los rebasa por completo. Es tan grande que apenas si podemos atisbarlo a través de esta película. Se llama globalización.