Los recuerdos, las fantasías y la mezcla, no menos vívida, de ambos,
siempre contados con humorismo y satisfacción, constituyen la materia
prima de "Karl May", la segunda de las tres grandes películas filmadas por Hans-Jürgen Syberberg en los años 70 del pasado siglo.
Aunque sólo fuera por esas obras (esta, "Ludwig. Requiem für einen jungfräulichen König" en 1972 y su monumental "Hitler, ein Film aus Deutschland" en el 78), ya debería ser muy extraño que el nombre de Syberberg
haya quedado enterrado en el fondo de un pasajero episodio de auge en el cine
alemán del que casi cualquiera de sus compatriotas ha salido mejor
parado.
Quizá sean películas muy ambiciosas, demasiado largas, tengan una estructura poco narrativa, se sienta (como en Schroeter, Kluge
y otros; curiosamente casi en mayor número que los franceses que los siguieron)
la esencia del cine más radical de la nouvelle vague francesa - Jacques Rivette y Jean-Luc Godard -,
tal vez se respiren horas y horas de lectura y de fascinación con
personajes del pasado pero que no se quieren traer al presente para darlos
mejor a ver, mas en cualquier caso sigue siendo incomprensible el
olvido en que han caído.
Mucho menos conocido el dato desde luego que en el caso de "Smultronstället", en "Karl May", Syberberg toma ejemplo de Ingmar Bergman
y utiliza como actor a otro cineasta ya inactivo y de gran ascendencia
en el cine de su país, aunque directamente quizá no su mayor influencia,
Helmut Käutner.
Con su composición, enérgica pero melancólica, Syberberg consigue dar una visión de May y de toda la tradición cultural de su época (fue contemporáneo de Jules Verne o Salgari y siempre a ellos se equipara) en que era tan apasionante y popular lo transmitido oralmente, como lo escrito y lo representado, en una amalgama de conocimiento que fascinaba por igual a niños y a adultos y, entre estos, a iletrados y a cultivados.
Así, el film se estructura sobre un encadenado de escenas de sus últimos años, alguna teatralización de sus aventuras, ensoñaciones y reflexiones sobre otras que su anciana imaginación quiso haber vivido y cómo todo eso deleitaba a estudiantes, profesores, hombres de negocios, mercaderes, mujeres de la alta sociedad y casi cualquiera que entraba en contacto con su mundo, mientras él se debatía en un conflicto inesperado.
Para sobrellevarlo, el verdadero balance y el sustento de sensatez venía para May de su mujer Emma (Kristina Söderbaum, famosa por sus películas en los años 40 y 50 con otro de los mejores directores alemanes, Veit Harlan), entregada a sus últimas quimeras en esos años del nazismo en que arranca el film y en los que May había sido acusado de inmoral.
Sus textos eran tan peligrosos que muchos de los niños abducidos por la Hitlerjugend habían crecido con ellos. No sólo conocían mejor los Apalaches que muchos niños americanos sino que ¡tenían ganas de saber cómo era el mundo!.
Para alguien como May, que escribía sobre indios americanos y sobre emires del lejano oriente, sin representante ni publicista aconsejándole cómo hacer más dinero sino cómo salvaguardar su intimidad, a sus años dispuesto a salir en el próximo barco por fin con destino a alguno de los lugares que habían excitado su imaginación (pero que nunca había visitado), lo que le pudieran ordenar o siquiera preguntar acerca de sus actividades privadas, resultaba tan intolerable como incomprensible.
Esa última carrera suya en busca de autenticar su fama de viajero y defenderse de las risotadas de la prensa secuestrada por el Régimen que trataba de desacreditarlo por haber hecho tan "mal uso" de la confianza de su público, es el centro del film y donde Syberberg prepara el asalto a la gran historia del siglo para su país, materializada al fin en su siguiente largometraje.
Me parecen muy bonitas las transparencias, maquetas y decorados de sus viajes finales, patentemente poco realistas, como juguetes, cromos y postales, como si quisieran ponerse al nivel de lo que él había soñado y no resultar verosímiles por simple respeto a quien los imaginó.