Revista Cultura y Ocio

A veces me echo de menos

Publicado el 23 agosto 2023 por José Almeida @jago2019jose
Este blog me ha servido durante casi 20 años como bitácora personal; un espacio donde plasmar ideas, reflexiones y emociones que he querido fijar en diferentes posts que me han servido para entenderme mejor y tratar de explicarme para aquellos que me leen. Sigo con ello. Me voy haciendo mayor, casi sin darme cuenta, mientras a mi alrededor hay personas y prioridades que parecen las mismas de ayer pero cuya importancia, lentamente, ha cambiado sin que pueda hacer ya nada por remediarlo. Hace unos meses, tomando una copa mientras recordábamos a uno de los dos amigos que he perdido este año repentina y trágicamente, un buen amigo me preguntaba:"¿qué le dirías al joven que fuiste?". Contesté sin dudarlo, casi como si hubiese esperado desde hacía mucho tiempo esa pregunta: "bájate un poco, Pepe". La traducción era evidente: "relájate un poco, chaval, al final termina siendo tan ridículo como innecesario caminar por la vida con excesiva soberbia intelectual, y tampoco merece la pena juzgar a los demás con tus estrictos parámetros de exigencia moral". Pero a veces, una transformación personal, aunque pueda significar convertirse en mejor persona (o aspirar a serlo) con los más cercanos, conlleva alguna consecuencia indeseada. Al principio, hace unos pocos años, lo empecé a intuir sin querer aceptarlo pero al final tengo que asumir una realidad que para mí, por mi trayectoria vital, tiene cierta trascendencia: ya apenas disfruto conversando y discutiendo. He perdido completamente el placer por la esgrima dialéctica e intelectual. ¿Qué ha pasado con aquellas conversaciones que tanto amé? Hace más de15 años incluso les dediqué este post. Desde que me recuerdo como adulto (aunque eso no significase, ni de lejos, que ya lo fuera) la conversación, la discusión pretendidamente inteligente, fue el principal motor de mis relaciones sociales. Es absurdo negar que aquella esgrima dialéctica que tanto disfruté estaba sustentada por toneladas de esa vanidad adanista que convierte al joven en un constructo social en ocasiones ridículo. La juventud, con sus ansias de impugnar el mundo heredado, es una fuerza de cambio social irrenunciable. Resulta imprescindible como ariete contra la naftalina de lo socialmente establecido. Pero también me parece incuestionable que, intelectualmente, solo puede sobrevivir gracias a su insólita capacidad de alimentarse de una visión del mundo narcisista, reduccionista, maniquea y egoísta que le permite no tener enfrentarse a sus propias contradicciones y limitaciones vitales mientras juzga sin mesura la vida de sus mayores. Lo hemos hecho todos. Por otro lado, si quiero ser honesto con esto que escribo, no puedo dejar de mencionar el otro aspecto fundamental que sustentaba mi joven pasión por aquella conversación infinita, que era analógica, con los amigos y cercanos, cuando todavía las redes sociales no nos habían demostrado, con tanta dureza como ferocidad, la realidad de lo que somos como personas con ideas previas consolidadas y tampoco había leído nada sobre los sesgos cognitivos: en mi inocencia adultescente, creía sinceramente que existía la posibilidad de convencer de algo a los demás (y ser convencido por ellos) aportando datos, reflexiones y construyendo relatos sociopolíticos honestos. Aunque a veces, o casi siempre, terminase pecando de cierta agresividad retórica. Miro hacia atrás en mi vida y no tengo duda alguna, fui extraordinariamente feliz con aquellas conversaciones infinitas, regadas siempre con alcohol, con amigos y algunos hermanos. Pocas cosas recuerdo con mayor placer que esas reuniones. Ni el cine, ni la literatura, ni cualquier otra afición podían, por entonces, superar a esa necesidad placentera que yo sentía de hablar sobre todo aquello que recién descubría y me apasionaba o me exasperaba intensamente: diseccionar, profundizar, analizar, construir, destruir y reconstruir a través de la palabra, mediante esa conversación que yo, tal vez cínicamente, preveía entonces que sería infinita aunque cambiaran las caras de aquellos con los que iba a mantenerla. Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada, para poner encima de la mesa ese dato social, político o económico que vendría a cambiarlo todo en relación a aquello que se debatía. Cuando realmente creía que aquellos balbuceos argumentales, pobremente construidos, que pasaban de ser abrazos amistosos a navajazos absurdos en un segundo, podían servir para convencer a alguien. Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada, para poner encima de la mesa esa película maldita, ese director de cine controvertido, esa novela que tanta emoción me había provocado o ese ensayo que había conseguido dar un vuelco a mis ideas previas. En cualquier contexto, con cualquier excusa. Con tantas risas como puñaladas, no solo intelectuales, también en ocasiones absurdamente personales. Y con alcohol, siempre con alcohol, para qué engañarnos. La conversación como verdadero motor emocional de tantas tardes y noches con amigos que se convertían en hermanos, y con hermanos a los que sentía como mis mejores amigos. Personas que significaban la gasolina intelectual y sentimental que yo necesitaba para ser feliz, para no estancarme, para seguir leyendo y viendo cine, actividades que, por entonces, jamás contemplé que podrían terminar convirtiéndose en los actos meramente íntimos que ya, prácticamente, son hoy. Las veía como el abono, cultural y político, que enriquecía las relaciones con los míos, con los de absoluta confianza. Pronto me encontré con tipos que no lo veían igual que yo y que gozaban, por ejemplo, de su pasión por la literatura, casi como de un vicio privado se tratase. Una pasión que procuraban que no contaminase sus vidas privadas y sus relaciones personales, que se desarrollaban bajo otros códigos. Siempre me generaron cierta desconfianza personal. Tal vez porque yo realmente lo daba todo en aquellas conversaciones, sentía que me desnudaba mientras intuía cómo ellos siempre se guardaban un as en la manga. Ahora que a veces, cuando me miro al espejo, me veo reflejado en ellos, no me termino de gustar, pero tampoco puedo hacer ya mucho por cambiar lo que ya no se puede cambiar. Reitero, no reniego de todo aquello, fui extraordinariamente feliz. Recuerdo el constante in crescendo, los primeros años de universidad en Sevilla, todavía sin todos los interlocutores adecuados, pero conociendo a alguno que todavía hoy se mantiene; después en Tenerife, con otros jóvenes que, como yo, andaban ansioso por epatar y conseguir que sus ideas se escuchasen en los foros adecuados. Y finalmente en Madrid, otra vez dentro de un grupo reducido, con amigos escogidos y cameos interesantes gracias a mi entrada en el mundo laboral docente de la enseñanza pública, tan horizontal en lo relacional como rico en diversidad intelectual. La vanidad, por supuesto, fue siempre uno de los motores de mi pasión por la conversación pero nunca fue, ni de lejos, lo fundamental. ¿Quién habla o escribe para que nadie lo escuche o le lea?. El brillo social nunca fue objetivo principal de mi forma combativa, por momentos agresiva y molesta, de conversar, pero en cambio, y aunque hoy me parezca hasta ridículo, sí creía que existía la posibilidad de convencer a los que me escuchaban con mis argumentos y, sobre todo, con los datos... ¡Ay, la inconsciencia! Hablar, discutir, conversar, reír, encabronar, encabronarme, refutar, volver a hacer todo eso, otra tarde o noche más, hasta la madrugada... Hasta que, casi sin darme cuenta, el tiempo lo desgastó todo. ¿Cuándo, cómo y por qué desapareció en mi vida el placer por la discusión y la conversación? No podría poner una fecha exacta a ese momento, pero mirando retrospectivamente sí podría reconocer ciertos hitos, momentos que, a la larga, resultaron claves en mi desencanto personal con el valor de la conversación como herramienta tanto de cierto activismo sociopolítico como de disfrute personal. Con el tiempo he llegado a la convicción de que, a partir de ciertos momentos vitales, da igual descubrir y poner de relieve realidades que tus cercanos parecen no conocer. Nunca es suficiente para cambiar las inercias personales y los sesgos que nos permiten sobrevivir(nos) social y familiarmente. La vida adulta mancha y la coherencia es complicada. Tal vez por eso nos inflamamos todavía criticando las incoherencias e hipocresías de los otros en los grandes temas o en algún asunto minúsculo; es el ruido que necesitamos para acallar a nuestras conciencias.  Desde muy joven convertí en obsesión el análisis de los medios de comunicación, centrándome en la importancia que tenía conocer cuáles eran los intereses espurios de sus dueños y cómo ello determinaba la agenda mediática que diariamente nos imponían. Ver cómo lo que yo pensaba que eran datos indiscutibles jamás interesaban a los adversarios ideológicos fue algo casi comprensible, pero asumir que a los aliados, a los amigos más cercanos que ideológicamente debían estar en coordenadas parecidas a las mías, tampoco les importaba demasiado, más allá de ciertos espasmos pasajeros de indignación posturera, terminó siendo demoledor. ¿Qué sentido tenía seguir discutiendo una y otra vez sobre posibilidades de cambio político, social y económico con personas incapaces de desplazar el dial de su radio, incapaces de comprar y leer otro periódico que no fuese el que creían que se ajustaba mejor a su ideología o ver el telediario en otra televisión que no fuese en la que siempre lo habían visto? Admito la derrota de mi pobre influencia en nadie. Pero dejadme sonreír tras constatar, una y otra vez, como aquellos amigos que trataban de pasar como analistas objetivos de la realidad eran marionetas, informativamente hablando, en manos de medios diferentes de un mismo grupo empresarial y terminaban repitiendo las soflamas que escuchaban de sus periodistas de cabecera.  Lo de la izquierda sociológica de este país y su sumisión a aquella PRISA de Polanco da para relato de terror. Lo de la derecha sociológica de este país y su adhesión a aquella COPE de Losantos y a El Mundo de Pedro J. (post 11M) da para película de horror. Me fui dando cuenta de que algunos de los ejes conversacionales que habían sido tan estimulantes durante años habían terminado convertidos en un recurso ajado en el que incidía continuamente. Lo que una vez me había parecido importante, casi trascendente, ya solo me sonaba a letanía. Me estaba empezando a aburrir a mí mismo. Tanto como creía ver que empezaba a aburrir a otros. Lentamente, casi sin darme cuenta, empecé a diluir mi agresividad conversando, dejé de convertir cada discusión en una batalla que había que ganar. Ya no merecía la pena, al fin y al cabo nada iba a cambiar en la vida del otro y resultaba innecesario y superfluo ese momento de tensión emocional entre nosotros. No he sido del todo consciente hasta hace poco, pero con los años he empezado a huir de las conversaciones profundas, de las conversaciones que ponen a alguien en un brete, en frente de una contradicción, que impugnan legítimamente nuestras vidas y nuestros discursos. Para qué. No sirve de nada. Nada cambia. Haces daño pero nunca significa catarsis. No merece la pena. Pero cualquier elección tiene consecuencias: por el camino he perdido cualquier interés por posicionarme crítica y públicamente en mi vida personal "analógica" (en la digital es otra cosa) en contra de ideas que pueden parecer intrascendentes pero que, en mi opinión, son absolutamente relevantes y me darían, en mi pasado, para montar verdaderas batallas campales con todo aquel que en mi presencia las defendiera. El "para qué" se ha hecho fuerte en mi cabeza. Su eco resulta atronador. Me resulta curioso constatar cómo en este viaje personal he terminado hasta hablando de fútbol para buscar espacios de conversación poco conflictivos... Y sí, los que mejor me conocen son conocedores de que me entusiasma el fútbol (y mi Betis) pero, como realmente me conocen, también saben que pocas cosas detesto más que dedicarle horas de mi vida social a hablar de fútbol. También he terminado refugiándome más de la cuenta en mi casa. La soledad como refugio. Y sigo leyendo. Mucho. Sigo leyendo ensayos que me obligan a hacer lo que siempre hice pero cambiando el enfoque: ya no leo con aquel entusiasmo de antaño, sigo devanándome los sesos intentando entender el mundo, discuto en silencio con los autores, subrayando y confrontando; sigo escuchando todas las tertulias políticas de todas las cadenas de radio que puedo, viendo los telediarios de diferentes cadenas y leyendo noticias y columnas de opinión de todos los periódicos a los que tengo acceso. He dejado de discutir con la virulencia de antaño con mis cercanos pero todavía, cada noche, me encabrono con los tertulianos neoliberales de las radios. Y también sigo pensando que Twitter es una maravillosa ventana abierta a otras formas de entender el mundo que, en algunos casos, jamás podría aguantar sin combatir en mi zona de confort pero que me han servido para comprender mucho mejor ciertas inercias sociales de nuestro país.
 ¿Hasta cuándo aguantaré? Ni idea. Recuerdo cómo mi hermano pequeño y yo nos reíamos como imbéciles de mi padre, un tipo que intelectualmente había sido la hostia, cuando con apenas 60 años, al final de lo que sería su vida (moriría recién cumplidos los 65), dejó de pretender preocuparse por la calidad cinematográfica de las películas que veía y decidió tragarse "bolo" tras "bolo", película de mierda tras película de mierda, mientras el mosto nocturno que bebía le permitía abandonar la realidad cada noche, inmerso en un exilio interior que jamás podré ya comprender. Espero no llegar a eso. A veces me echo menos. Sin dramas. Igual solo les echo de menos a ellos. A los que eran entonces. A los qué éramos todos nosotros entonces. A los que ya no están.GMTY

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