Nuestros sistemas políticos contemporáneos son hijos de una convergencia, no exenta de conflictos, entre el principio democrático y el principio liberal. Ambos han convivido en un equilibrio siempre inestable. En los últimos tiempos, ese equilibrio se ha escorado claramente hacia el principio liberal por la erosión de los derechos sociales y el estrechamiento de la soberanía popular. De ahí procede el desencanto y la brecha entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, a los intentos de reequilibrar esta convivencia Lassalle los mira como afanes revanchistas y rencorosos propios de perdedores. Su solución es protegerse aún más del componente popular y profundizar el desequilibrio en favor del liberalismo. Salir del hoyo cavando.Una de las mejores hebras del libro es el análisis de la tensión entre la “excepcionalidad” del momento de construcción popular y la “normalidad” del enfriamiento institucional. El problema es que Lassalle no la puede desarrollar pues para él no hay tensión, sino contraposición moral. A pesar de todas las evidencias empíricas, para él se trata de dos fuerzas antagónicas y no de una tensión que genera un movimiento pendular. Al negar todo posible entendimiento entre el momento popular y el momento republicano, Lassalle nos devuelve en lo teórico a la dicotomía simplificada liberalismo versus comunitarismo, y en lo político nos condena a la inmovilidad y la mistificación de lo existente como lo único posible.
Siempre que, tras un momento de dislocación y crisis, hay una nueva reunión de voluntades, un “volver a barajar las cartas”, aparece el pueblo, la gente o el país, como nueva voluntad colectiva. Es el momento fundacional de we the people que a los conservadores de distinto signo ideológico fascina cuando está escrito en un código o expuesto en un museo de historia, pero horroriza cuando asoma la cabeza en el presente. El “pueblo”, por tanto, es entonces algo así como un imposible imprescindible: imposible porque la diversidad de nuestras sociedades —afortunadamente— nunca se cancela o cierra en una voluntad general plenamente unitaria y permanente, pero al mismo tiempo imprescindible, porque no existen sociedades sin mitos, relatos y metas compartidas en torno a las cuales construir orden y anticipar soluciones a los principales problemas del momento. La hegemonía es la capacidad dirigente para articular un nuevo horizonte general que incluya también a los adversarios. Y hoy está en disputa, lo que inquieta a sus tradicionales detentadores hasta el punto de llevarles a escribir encendidos ensayos.Los conservadores siempre han desconfiado de “los riesgos que conlleva la arquitectura masiva e igualitaria de la democracia” y en los años dorados del neoliberalismo acariciaron la utopía regresiva de establecer “democracias sin demos”: de electorados y consumidores, fragmentados, solos frente a los grandes poderes, sin pasiones ni identidades compartidas, que se reúnen sólo dentro de los límites y cuando son oficialmente convocados: exorcizar la comunidad. Tal cosa nunca fue posible, pero el estallido de la crisis financiera y el devastador resultado de su gestión en favor de intereses de minorías privilegiadas hacen hoy inaplazable la discusión que de manera certera identifica Lassalle: la refundación democrática de nuestras comunidades políticas para paliar la incertidumbre, la precariedad, la desprotección y el sentido de injusticia e impunidad de los poderosos que se abaten sobre nosotros.Parece difícil negar que hoy atravesamos un momento caliente. La encrucijada es si sabremos encauzarlo institucionalmente o elegiremos condenarlo moralmente —“los míos son actores políticos legítimos, los otros son un estado de ánimo, una suspensión de la razón”—. Nos jugamos que el impulso popular sirva para ensanchar y robustecer nuestras democracias o que se estrelle contra unas élites atrincheradas y temerosas del futuro... e incluso de una “sobredimensión de la esencia popular de la democracia”. Esta es, como bien señala el autor, la batalla intelectual más relevante del momento, y Lassalle es sin duda de los más lúcidos y preparados para librarla desde el campo conservador. Bienvenida sea.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
HArendt
[email protected]La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)