En Tierra de mujeres (Seix Barral), María Sánchez cuenta hacia el final de ese libro tan necesario cómo un día, con su padre, se sentaron los dos a descansar en un alcornoque muerto. “La hija se levanta, necesita tocar el corcho que nunca más se separará del árbol. No volverá a separarse del cuerpo, no habrá lugar para la regeneración. La envoltura se convierte en un ataúd para el propio árbol”. De repente marco la página y desentierro, como en una consulta, un recuerdo fresquísimo que no había tenido nunca. Se juntan varias cosas, la primera de ellas haber visto después de muchos años a mis primos lejanos Olga y José, y estar con sus padres, Chicho y La Nena, en una boda reciente. Son de O Seixal, la aldea que visitaba de niño con mi abuelo, los días de matanza do porco y los días que no. La segunda, leer esos párrafos de amor a un árbol herido de muerte, que se desangra rodeado de vida (“los pájaros anidan, los insectos se alimentan, las setas se aprovechan de la materia orgánica. Si alguna rama permanece seguirá siendo sombra, descanso, refugio. La vida siempre continúa, a pesar de la muerte”).
Aquel día yo jugaba al fútbol fuera de casa, solo, con una pelota verde. Uno de esos disparos dio en un árbol, y fui hacia él, le pedí perdón y le di un beso. Lo que pasó después fue que miré el árbol que estaba más cerca, me dio una pena inmensa que no sabría calificar, una clase de lástima que he arrastrado siempre, fui hacia él y le di otro beso. Y miré otro. Y otro. Fui dándoles besos (un besito, tampoco es que los morrease) a todos por una razón: si dejase uno sin besar, esa noche la pasaría llorando. En aquella época de piedad por las cosas del mundo y terrores nocturnos me pasaban esas cosas. Creía en el cielo y también creía que empezaba en la tierra.Me gustaría contar que pasó cuando tenía 24 años, pero debía de tener ocho, no recuerdo bien. Lo que sí recuerdo es la tristeza infantil de entonces que no solo tenía que ver con aquellos árboles sino con muñecos o juguetes, algo que no podía dejar atrás ni preferirlo a otra cosa, una sofisticada tristeza que reconozco en mi hijo, incapaz de decir que prefiere un animal a otro, un juguete a otro, porque reparte el afecto entre todos hasta obligarme a poner la misma cara que mi abuelo puso cuando me encontró con los labios pegajosos preparado para dedicar los siguientes años de mi vida a besar los bosques gallegos. La cara del adulto que distingue entre las misiones que sirven y las inservibles. Sin saber nunca si las está distinguiendo bien.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
HArendt
[email protected]
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)