![[A vuelapluma] España sí merece la pena [A vuelapluma] España sí merece la pena](http://m1.paperblog.com/i/402/4029608/vuelapluma-espana-merece-pena-L-vVTpku.jpeg)
Necesitamos discutir abiertamente, rigurosamente y sin miedo, y sin mirar de soslayo a ver si cae bien a los nuestros lo que tenemos que decir. Necesitamos información veraz sobre las cosas para sostener sobre ellas opiniones racionales y para saber que errores hace falta corregir y en qué aciertos podemos apoyarnos para buscar salidas en esta emergencia. La clase política ha dedicado más de treinta años a exagerar diferencias y a ahondar heridas, y a inventarlas cuando no existían. Ahora necesitamos llegar a acuerdos que nos ahorren el desgaste de la confrontación inútil y nos permitan unir fuerzas en los empeños necesarios. Nada de lo que es vital ahora mismo lo puede resolver una sola fuerza política. En 1930 los partidos democráticos se unieron en el Pacto de San Sebastián y pudieron traer la II República. En 1931 concurrieron juntos a las elecciones republicanos y socialistas y el resultado fueron más de dos años de política reformista común. En las elecciones de 1933 los socialistas y republicanos se presentaron por separado a las elecciones y lo que consiguieron con su división fue que ganaran las derechas. En los meses anteriores al comienzo de la Guerra Civil el Partido Socialista estaba roto tres facciones irreconciliables, y esa división fue una de las mayores debilidades del régimen republicano. En el verano de 1936, cada una de las fuerzas que habían sostenido a la República y que se habían beneficiado de ella, creyeron que el golpe de Estado de los militares les ofrecía la oportunidad de lograr sus fines singulares: los anarquistas, el comunismo libertario; los socialistas de Largo Caballero, el triunfo de su líder; los nacionalistas catalanes, la independencia de Cataluña; los nacionalistas vascos, la independencia de Euskadi: sin tanta desunión a Franco le habría costado bastante más derrotar a la República, y los que habían sido tan irresponsablemente incapaces de llegar a ningún acuerdo se encontraron juntos en el exilio y en la cárcel.
No se trata de renunciar a lo que uno es: es aceptar la parte en la que nos parecemos a otros, lo que tenemos en común que nos constituye tanto como lo que nos diferencia. Habrá que hacer ahora la pedagogía democrática aplazada de la aceptación verdadera del otro, la fraternidad objetiva de la ciudadanía por encima de la consanguinidad de la tribu. Aceptarnos no es claudicar de nuestros ideales, sino aceptar la realidad, y por lo tanto renunciar al delirio. El creyente tendrá que aceptar la existencia de los no creyentes y el republicano de los monárquicos. Los partidarios de la unidad de España tendrán que habituarse a la convivencia con los independentistas, y reconocer que si en algún momento obtienen una mayoría decisiva se les ofrecerá la posibilidad de marcharse. Y pase lo que pase, incluso después de ganada la independencia, no desaparecerán de la noche a la mañana del nuevo país los que todavía se sientan leales al país anterior, o los que no quieran elegir entre el uno y el otro. Es una vulgaridad decirlo, pero a veces da la impresión de que todavía no nos hemos enterado: estamos, literalmente, condenados a entendernos.
Tan solo unos años antes después de enfrentarse en la Segunda Guerra Mundial, los franceses y los alemanes fueron capaces de ponerse de acuerdo para crear el germen de la Unión Europea: no debería ser descabellado que los caciques de la clase política española y los sectores más politizados de la ciudadanía alcanzaran ciertos acuerdos fundamentales después de casi treinta y cinco años de democracia. Necesitamos en la misma medida cambios políticos y legales de gran escala y decisiones de estricta soberanía personal.
Quizá sería útil, para empezar, una rebaja general y limitada de las identidades, un tránsito de las firmezas rocosas a la ductilidad de los fluidos, de la pureza a la mezcla, del monolitismo al pluralismo. Una rebaja nada más, no una renuncia, ni mucho menos aún una apostasía: que todo el mundo acepte ser un poco menos de lo que ya es, quizá un veinte o veinticinco por ciento. No es preciso imitar al Sancho Panza de los tres dedos de enjundia de cristiano viejo. Con dos dedos, con un dedo, quizá también sería suficiente. A un partidario vehemente de la españolidad no le perjudicaría en nada ser un veinte por ciento menos español, y en cambio le permitiría entenderse con un vasco o un catalán que haya diluido en proporción semejante sus identidades respectivas. Por rebajar su izquierdismo en un veinte por ciento un militante de izquierdas no se convierte en traidor de clase, pero estará quizá más capacitado para llegar a un acuerdo práctico con quienes no piensan lo mismo que él. Incluso a cualquiera de los numerosos artistas o literatos geniales que abundan en nuestro país le sería saludable reducir en un veinte o veinticinco por ciento sus genialidades respectivas.
Los extensos párrafos que anteceden y que envidio y comparto al cien por cien no son míos, salvo el primero, que les sirve de introducción. Están entresacados por por mí, eso sí, de algunas páginas de Todo lo que era sólido (Seix Barral, Barcelona), libro escrito por Antonio Muñoz Molina, novelista, miembro de la Real Academia Española, dos veces Premio Nacional de Literatura y exdirector del Instituto Cervantes en Nueva York. Tampoco creo que sean ocurrencias personales del rey Felipe (y antes de su padre y de su abuelo), a quienes se les he oído pronunciar con asiduidad. Más bien creo que responden a un sentimiento difuso pero mayoritario entre los españoles, hartos de muchas cosas, y entre ellas de una clase política que no está a la altura de las circunstancias.
Es cierto, no somos el ombligo del mundo, pero tampoco el culo del mismo. Tenemos problemas, gravísimos problemas, que podemos resolver si nos ponemos a ello todos juntos. "No está el mañana ni el ayer escrito", decía el poeta Antonio Machado en 1913. El fatalismo de que nada podrá arreglarse es tan infundado -dice Muñoz Molina en su libro- como el optimismo de que las cosas buenas, porque parecen sólidas, vayan necesariamente a durar. Yo no soy quién para proponer un programa de gobierno: ni sé, ni me apetece. Pero tengo todo el derecho del mundo a exigir a quienes nos malgobiernan y a quienes aspiran a sustituirlos, responsabilidad, decencia, altura de miras, verdad, generosidad, desprendimiento y capacidad de diálogo. Que sus intereses personales, ideológicos, de clase o partidistas, muy respetables, no estén por encima ni frente a los intereses generales de los españoles. Y si no están dispuestos a ello, que se marchen; y si no se marchan, que les echemos. Porque España sí merece la pena.
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Entrada núm. 2878
[email protected]La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)