Al final, habrá un largo rastro de descuidos como animales aplastados, comenta la escritora argentina Leila Guerriero. Empieza por la comida. Un día, cuando él regrese tarde del trabajo, váyase a dormir sin dejarle la cena lista, una alteración en el hábito de todos esos años durante los cuales, siempre que él llegó tarde, usted dejó comida hecha. Esa madrugada, cuando él se meta en la cama, despiértese y recuerde cómo, hasta hace poco, cuando eso sucedía usted lo abrazaba como si tuviera hambre o sed. Ahora dígale: “Ponete de costado, así no roncás”. En la mañana, durante el desayuno, pregúntele —intentando que en su voz se note una molestia inexplicable— qué cenó. Escuche cómo él responde sin encono, genuinamente distraído: “Piqué algo en el trabajo. No tenía hambre”. Sienta furia y cansancio. Prepare café sólo para usted y no le ofrezca. Una semana más tarde, olvide el día de su cumpleaños. Recuérdelo a último momento y dígase, irritada, “tengo que comprarle algo”. Interrumpa lo que está haciendo. Vaya al mall. Sienta, mientras compra, que está perdiendo el tiempo. Recuerde la felicidad iridiscente que le producía, años atrás, planificar el regalo, escribir la tarjeta. Elija cualquier cosa, fastidiada. Al pagar, sienta que está desperdiciando su dinero. Ya en su casa escriba, en un papel usado, ¡Feliz cumpleaños! Deje el regalo sobre la mesa, de cualquier manera. Piense: “Cuando llegue lo va a ver, no va a ser una sorpresa”. Piense: “Qué importa”. Un día, perciba que él ya no tiene champú, ni crema de afeitar, ni queso del que le gusta. Cuando vaya al supermercado, no compre nada de todo eso. Piense: “Que se lo compre él”. Una tarde él dirá: “Me duele el cuello”. No se disponga, como siempre, a hacerle un masaje. Dígale: “¿Tomaste ibuprofeno?”. Caiga en la cuenta de que hace meses que él no la llama —“¡Amor, llegué!”— al entrar en la casa. Piense: “Mejor”. Pregúntese cuánto falta.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
HArendt