Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por sí y en sí. Pero el Tribunal Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego, escribe en El País el abogado José María Ruiz Soroa sobre la conjura del independentismo catalán.
Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos, o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o no) para acomodarse a una realidad económica o global.
Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.Este no es un comentario de cariz jurídico, sino estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue público y notorio) soñamos siquiera.Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución, pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia era lo mismo que alzarse violentamente.Más importante, esta mutación radical de las reglas del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018, encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor español es el mayor que existe en nuestra realidad). ¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos? ¡Quia!Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
HArendt