La madrugada del pasado domingo se procedió a retrasar una hora en los relojes para adaptarnos al horario de invierno, un cambio que, desde la crisis energética de 1973, lleva realizándose en todos los países de la Unión Europea con la finalidad de ahorrar energía, adaptando la actividad al ciclo de luz solar. Dos veces al año, se procede desde entonces a adelantar y retrasar la hora el último domingo de marzo y octubre, respectivamente, para aprovechar al máximo la luz solar, cumpliendo así una directiva europea que, entre otras cosas, unifica el cambio horario en la mayoría de países del Continente, salvo Inglaterra y Portugal. Y en cada ocasión, la medida genera una discusión recurrente entre partidarios y detractores de cambiar la hora, dando ocasión a encendidos debates tabernarios, incluso entre los miembros de las familias, sobre los efectos o las causas de estas modificaciones horarias.
En realidad, retrasar una hora en invierno ubica a España durante cinco meses (de octubre a marzo) más cerca del huso horario que le corresponde geográficamente, según la zona del Tiempo Universal Coordinado (UTC) que tiene como referencia el meridiano de Greenwich. Aún retrasando esa hora, España mantiene todavía una hora de diferencia adelantada (UTC+1) por el cambio que se produjo durante la Segunda Guerra Mundial que, a pesar del carácter temporal con que se hizo, nunca llegó a corregirse. Es por ello que España se rige, en la actualidad, por la Hora EuropeaCentral (Berlín) en lugar de la que le corresponde de Europa Occidental (Londres), razón por la cual tenemos una hora de adelanto con respecto al sol en invierno, y dos en verano.
La hora en España no se adecua escrupulosamente con el huso horario en el que se halla. Estos husos horarios se establecieron en el siglo XIX con el fin de determinar la hora universal. A partir del meridiano de Greenwich, considerado meridiano cero (UTC OO), la Tierra se divide mediante líneas de polo a polo (meridianos) en veinticuatro zonas, de 15 grados cada una, correspondientes a las veinticuatro horas del día. Desde la UTC OO (Greenwich, ya que por alguna había que empezar), se va sumando una hora por zona en dirección este, o se resta en dirección oeste. Cada zona es un huso horario. Adaptarse a ellos es una convención que, en muchas ocasiones, viene determinada por intereses políticos y no sólo geográficos, como el que motivó aquel adelanto de una hora en España (y otros países), en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial para adaptarse al horario de Berlín. Más tarde, como consecuencia de la crisis energética causada por el embargo que impusieron los países exportadores de petróleo en el año 1973, se decidió igualmente por motivos político-económicos volver a modificar los horarios para aprovechar la luz solar con la intención de ahorrar energía. Esta es la causa “oficial” por la que se cambia, desde entonces, la hora dos veces al año en nuestro país. Sin embargo, según diversos estudios, dicho ahorro, si es que existe, sería muy escaso, casi insignificante. Lo que sí es cierto es que el alargamiento de las horas de luz por la tarde, durante el verano, beneficia a la actividad turística, la mayor industria española. Y ello es más importante que el supuesto ahorro energético.
Como vemos, mucho más que la cuestión técnica acerca del huso que debería regir el horario en España, dada su ubicación geográfica, el cambio de hora genera controversias por las alteraciones que ocasiona en los ritmos circadianos de las personas y en las costumbres o hábitos sociales, laborales y hasta familiares de la población. Es decir, aparte de las conveniencias económicas de la medida, las críticas provienen de los trastornos que ocasiona la desincronización de nuestro reloj interno con los ciclos de luz y oscuridad modificados con cada cambio horario. Esa periódica desincronización entre los ciclos de vigilia/sueño con los de luz/oscuridad puede suponer, para muchas personas, problemas a la hora de conciliar el sueño, cambios en el estado de ánimo, trastornos alimenticios y hasta alteraciones en el rendimiento intelectual y físico. No tener sincronizado nuestro reloj interno con nuestro huso horario acarrea toda una serie de problemas que la investigación científica tiene suficientemente demostrados y contrastados.
El horario actual, más cercano al huso horario que nos correspondería, es más acorde con el ritmo circadiano o reloj biológico de nuestro organismo, lo que sin duda influye también en nuestra actividad y productividad. De ahí que, desde diferentes sectores sociales (empresariales, laborales, domésticos, etc.), se aconseje, cada vez con más insistencia, una racionalización de los horarios, tendente a evitar esas jornadas interminables, hasta las 9 ó 10 de la noche, que nos diferencian del resto de Europa.
Y es que, alargar las horas diurnas en verano, impide que nadie se acueste temprano si hasta las 10 de la noche todavía hay luz, lo que conlleva que los españoles seamos los europeos que menos dormimos, casi una hora menos que los del resto del continente.
Y aunque somos también los que más tiempo pasan en el trabajo (más de 200 horas al año que un alemán, por ejemplo), no somos los más productivos, entre otros motivos, porque no aprovechamos convenientemente las horas de luz por la mañana, tal y como nos predispone nuestro reloj interno. Está demostrado que la jornada intensiva en el trabajo reduce el absentismo laboral y aumenta la productividad, según una investigación de la Universidad de Zaragoza. Todo ello tendría consecuencias en nuestros hábitos sociales, educativos y culturales, de los que somos renuentes a cambiar, y que es, justamente, lo que sale a relucir en todas las discusiones que mantenemos, cada año, a vueltas con la hora. Somos así: viscerales más que racionales.